Lo que bien empieza no necesariamente tiene que acabar bien. Un comienzo afortunado puede ser fruto de la casualidad o, peor aun, puede ser fruto del buen hacer y verse pervertido al ver un éxito inesperado que les lleve a suavizar tanto su discurso como su contenido. Quien aun esté dudando de si esto le ha ocurrido a The Walking Dead le faltan un par de hervores.
La serie ha ido dando tumbos de una forma descomunal en un tratamiento de la historia carente de toda posible lógica o casuística. Un ir y volver continuo hacia un status quo donde, la única diferencia, es que por el camino iban muriendo algunos de los personajes más prescindibles de la trama. Como mínimo es, absurdo, que la season finale sea un completo deus ex machina ‑además, literal- en el cual todo vuelve a ser como estaban antes salvo que con un personaje de protagonismo nulo menos. Y este es el gran problema de la serie, intentar estar en todos lados para acabar en una incómoda y pésima tierra de nadie. Intenta ser una serie de atmósferas a la par que una serie de personajes, con el resultado de capítulos densos donde sólo ocurren conversaciones intrascendentes y patéticas sobre personajes secundarios arquetípicos. Ninguno de los personajes con una personalidad marcada acaban por tener un peso real -¿donde está Merle Dixon?- por presentar escenas de sentimentalismo barato. Y esto es así por la necesidad de enfocar a un público mayoritario que espera un melodrama à la Anatomía de Grey con zombies. Y nada más.
Después de esta primera temporada la plantilla completa de guionistas ha sido despedida aunque es dificil que con eso la cosa se solucione cara a la segunda temporada. Después de un episodio piloto absolutamente ejemplar la primera temporada no sólo sabe a poco, sabe a heces ensangrentadas. La incapacidad para construir un relato sólido y coherente naufraga en las aguas de la máxima audiencia. Y es que el mainstream no está reñido con la calidad, pero se lo ponen muy dificil.