Toda existencia es una pura contingencia: igual que nacimos pudimos haberlo no hecho, y a partir de ahí todo son cosas que nos han venido dadas y decisiones que podrían haber sido otras. Todo hombre es algo diferente de lo que podría haber sido e, incluso, de lo que será. Es por ello que una misma persona puede ser un completo desconocido en EEUU, incluso habiendo vivido toda la vida allí, y ser una suerte de héroe en Sudáfrica, incluso habiendo no posado un pie en la vida allá; los acontecimientos a través los cuales se edifica nuestra identidad no se basan en la uniformidad del conocimiento, ni siquiera de la elección, de los mismos: yo soy aquello que he elegido ser con las herramientas que poseía, el resto es lo que el mundo hizo de mi.
El caso de Sixto Rodríguez sería paradigmático en esta perspectiva por aquello que tiene de extraño, de sorpresiva, su propia historia. Un hombre que se pasa toda la vida trabajando de jornalero, haciendo de lo físico su labor principal, incluso cuando su carácter y capacidad parece estar del lado de la más absoluta de las sensibilidades artísticas; no es que sea un genio que necesita sentir el contacto de la tierra con sus manos para poder operar en el mundo artístico —que seguramente, también — , sino que es un hombre cuyo éxito se le mostró esquivo. En sus dos discos, en los cuales va transitando por un rock de raíces folk con una fuerte presencia blues en un uso profundo y ejemplar del groove además de una tristeza cuasi post-punk, desarrolla una personalidad tan arrolladora que hoy nos cuesta creer que un hombre así pudiera ser ignorado en su tiempo — la sensibilidad de la época, de los 70’s, no estaba desarrollada de tal modo que pudiera aceptar una rara avis chicana que preconiza la oscuridad de un sistema que entonces aun parecía el modelo ideal de todos los posibles. La revolución blanda, profundamente aburguesada, de Bob Dylan sí; la revolución dura, salida de las manos despellejadas del último peldaño de la cadena trófica capitalista, no.