A veces no somos capaces de ver aquello que tenemos enfrente de nuestras narices. Las cosas más sencillas, las más obvias y evidentes para cualquiera a nuestro alrededor, son aquellas que se resisten a entrarnos por los ojos; en tanto estamos demasiado cerca de los acontecimientos, atravesados de más impresiones de las que somos capaces de gestionar, el exceso de información nos impide ver aquello que cualquier otro es capaz de ver sin problemas. A veces es necesario un espectador externo para observar porqué nos estamos equivocando. Alguien capaz de tomar distancia, observar el conjunto y percibir qué es aquello que no funciona, que está poniendo palos en nuestras ruedas, es algo que si bien siempre acabamos necesitando, rara vez somos capaces de aceptarlo: en tanto dueños de nuestra vida, conocedores profundos de nuestra existencia, odiamos creer que no podemos ver las cosas más evidentes. Incluso cuando es lógico no verlas, porque aquel demasiado sumergido en medio del bosque difícilmente puede ver el incendio que lo acecha.
También hay quien vive en el incendio, como el caso de Tim Burton. Autor de obra inflamada, tan llevada al extremo que no pocas veces cae en la parodia de sí mismo, capaz de levantar pasiones con facilidad tanto entre fanáticos como entre detractores: su estética exagerada, su pasión por el material de derribo y su tendencia al histrionismo le han hecho campo de abono perfecto para la incomprensión, incapaz de no llevar al extremo más radical cualquier propuesta que tenga entre manos. Todavía más en el caso de Sweeney Todd: The Demon Barber of Fleet Street. Siendo un musical sobre un barbero asesino que busca venganza contra un juez corrupto que le arrebató su familia —en una suerte de Conde de Montecristo en una sociedad decimonónica menos agradecida que la francesa: la gótica Londres de los penny dreadful—, sólo existe un modo posible de definir la esencia misma de la película: camp.