Entre los humoristas americanos existe un chiste que jamás se cuenta ante el público, un chiste tan horrible, obsceno y brutal que sólo se ejercita como un duelo de genialidad con uno mismo ante compañeros humoristas. Este chiste respeta unas mínimas bases de estructura que cumplir, siempre comienza igual ‑un tipo entra a la oficina de un agente de talentos y le propone un espectáculo familiar grotesco- y siempre acaba igual -¿Y como se llama el espectáculo?; con su proverbial punchline: Los aristócratas- con una improvisación absoluta de por medio. Y para entender este chiste, el chiste más obsceno del mundo, nada mejor que recurrir al documental de Penn Jillette y Paul Provenza cuyo nombre es, como no podía ser de otra forma, The Aristocrats.
Con un recorrido espectacular por las mayores leyendas del stand-up americano vamos adentrándonos en las entrañas de la broma más obscena jamás creada deshilando cada una de sus posibles e infinitas variaciones. El gran mérito del chiste es tener una estructura tan básica pero demoledora que el triunfo del chiste depende, única y exclusivamente, de la personalidad que le infiera el comediante que lo ejecuta. No importa si habla de violaciones, pedofilia, necrofilia, bestialismo, vómitos, proyectiles de mierda o penetración de cavidades oculares; lo importante es sólo el como el humorista es capaz de dirigirse hacia ese punchline final en un chiste que se auto-replica. Y es que aquí no vale prepararlo, no vale hilar argumentos endebles hacia un final apoteósico: el humorista está solo ante los prejuicios morales ‑camuflados de decisiones éticas que deberá abatir- de unos oyentes no necesariamente cómplices.
Por pura acumulación se gesta un chiste que nace amorfo, cuyo final es tan disparatado y anti-climático que lo único que cabe es reírse ante una diarréica deposición de brutalidades indigeribles. Y es que si algo nos demuestra de modo muy cristalino esta broma es que la única manera de aceptar las más brutales y descarnadas intransigencias contra nuestra visión moral es riéndonos de forma cruel de ellas. Aunque sea con la excusa falsamente tranquilizadora de que no nos reímos de las atrocidades, sino del contraste de decir que les son propias a unos aristócratas de la escatología.