Neuromante, de William Gibson
Intentar abordar Neuromante parte siempre desde una incapacidad humana, pues sería necesario más tiempo del razonable ‑al menos, para el crítico medio- desgranar todos los argumentos valiosos que se van desgranando en la obra magna del cyberpunk. Y lo es no sólo por la capacidad del cerebro humana, asombrosa pero limitada para comprender el mundo en su totalidad, si no por como aborda esta representación del mundo el propio William Gibson. Nosotros en tanto lectores nos vemos sumergidos en un mundo nuevo pero ya en marcha, no se hacen concesiones para que podamos comprender cuales son los mecanismos internos a través de los cuales marcha un mundo de un mecanicismo panpsiquista digital; somos arrojados al mundo sin mayor disposición que nuestra capacidad para racionalizar aquellas cosas que no alcanzamos a comprender. Y en Neuromante las hay a borbotones: las interfaz de Internet, el hielo, los zaitbatsu, las IA, e, incluso, los personajes y la trama en sí misma; todo es un laberinto enigmático que recorrer dejándose llevar por los pocos asideros que nos permite la imaginación.
En suma, cuando uno aborda Neuromante, tiene dos opciones: atrincherarse en un bagaje racional y cultural justificatorio de todo cuanto se ve como incoherencias mal escritas o, y esta es la forma adecuada de conectar con el auténtico sentido de la obra, dejarse llevar hacia donde quiera la historia llevarle, quizás sin terminar de entender algunas cosas. Ninguno de los caminos nos lleva hacia una comprensión profunda de la novela, siquiera nos permitirá comprender todos los niveles que esconde tras de sí ‑para lo que haría falta un análisis minuciosísimo de un paradigma que está por llegar-, pero, al menos el segundo de los modos, sí nos permitirá abrir las puertas de la percepción hacia un mundo de silicio, un mundo imposible de conocer per sé.