Los 「juego」s de mi lenguaje son los límites de mi mundo. Pensando Fantasmas contra Extraterrestres, de Javier Avilés
Según David Foster Wallace, estamos encerrados solos con los otros en medio del lenguaje. Con esto el solipsismo se convierte no tanto en la proposición de no poder salir de mi mismo, sino de no poder salir de una cierta forma narrativa del lenguaje que nos conduce, sin posibilidad de dar un correlato objetivo, necesariamente, hacia un entendimiento con el otro sin el otro; lo que interpretamos del mundo es siempre diferente de lo que ocurre en el mundo en sí. No puedo conocer lo que ocurre en la mente de ningún otro. O incluso, en el caso más extremo, no puedo conocer la intencionalidad de los actos de la naturaleza o el mundo, por muy arbitrarios que se me antojen.
Que no pueda conocer que piensa el otro no significa que no pueda conocer al otro: si interpreto sus actos, sus gestos y sus palabras, seguramente pueda hacerme una idea muy aproximada de aquello que está pensando. O incluso pensar mejor que él aquello que querría haber estado pensando. Bajo esta perspectiva, deberíamos admitir que el lenguaje no es otra cosa más que 「juego」; el carácter lúdico de la comunicación se da en tanto sólo retorciéndolo y manipulándolo, jugando con él, nos podemos expresar de forma certera con los otros: no existe un lenguaje que no se haya edificado en diferentes 「juego」s, constituyendo reglas, siguiendo principios de idoneidad en las estrategias por asumir. El lenguaje realmente elegante —y el lenguaje elegante es aquel que consigue transmitir nuestro pensamiento de forma efectiva, por complejo que éste sea— nace del luctuoso acto de jugar con él. Ningún lenguaje realmente potente, siquiera real, nace de una calculada geometrización de los principios intrínsecos de aquello que pretende explicar: sólo en el 「juego」, en el abandonar los cálculos estadísticos lejos de nuestras herramientas lúdicas, se conforma la auténtica potencia del lenguaje.