Berberian Sound Studio, de Peter Strickland
Si entendemos la música como un acto físico, deberíamos partir de su reductibilidad a la longitud de onda que produce una cierta cantidad de ruido, de información inoperante, que dificulta nuestra capacidad de concentrarnos en nuestros cálculos. Un acto inútil. Por fortuna, dejando de lado el evidente valor de la física, el mundo en tanto humano ha encontrado en la música una serie de contenidos que van más allá de la pura definición técnica de su constitución: en la música hay un componente sentimental concreto, una capacidad particular de evocación que va más allá de la forma pura de evocación: ciertas armonías, melodías o composiciones evocan ciertas disposiciones mentales o mundanas particulares; no existe canción que no sea un correlato objetivo del mundo, o al menos del mundo de aquel que lo escucha. La música es un acto de creación ausente de toda abstracción, de toda posible idealización de su contenido, ya que su narratividad se sostiene bajo su capacidad de crear condiciones matéricas, pero no materiales, del mundo. Igual que el escultor trabaja la piedra o el actor el cuerpo propio, el músico trabaja el ruido.
El mayor problema, que sería a su vez su mayor virtud, de Berberian Sound Studio sería pretender plasmar lo matérico particular en lo material general: Peter Strickland pretende traducir las posibilidades de la música en el espacio material de la imagen. Su propuesta inane, vaciada de toda narratividad —ni se arroga a una musicalización de la imagen ni a la pictoricidad de la música; va bebiendo de ambas sin decidirse, quedándose en tierra de nadie — , nacería de la imposibilidad física de la traducción que propone; incluso en el mejor de los casos, el sonido siempre nace a partir de una inmaterialidad que le es ajena al hundir las manos en el barro propio del cine.
¿Por qué hablar entonces de ella? Porque es interesante en su fracaso. En su indecisión acaba arrogándose en la decisión de constituirse en una insustancial ficción pseudo-realista sobre la composición de sonido en un giallo de No-Dario Argento llamado The Equestrian Vorte; muestran una película sin mostrarla, sólo a través de su sonido, a través de los efectos que ésta tiene sobre el alma sensible de un artista del ruido. La música entonces se convierte en una excusa, no en una red catalizadora —salvo con la excepción de alguna escena particular donde el sonido edifica el sentido negado a la imagen, en los mejores momentos de la película — , y por ello la película fracasa: donde debería haberse mantenido firme, arrullando al destino con una exquisita pieza que hiciera del sonido la forma primaria de una película —lo cual no sería descabellado: el cine es audiovisual, no sólo visual; si pudo existir el cine mudo, debería poder originarse una suerte de cine ciego — , se desploma en los convencionalismos que le aproximan hacia los tristes principios de una experimentación sin fondo, una forma sin contenido, un propósito sin intención.
Lo interesante de la película es pensar que podría haber sido con un director más capaz, con más agallas, con mayor sentido musical: si ante la pantalla en negro hubiera compuesto complejas melodías que van narrándonos una historia de sentimientos, pasiones y decepciones; una música sólo interrumpida por rápidos flashes, por composiciones de apenas unos segundos, en los cuales se nos mostraran imágenes de todo aquello que en un momento dado la música por sí sola no pudiera transmitir: el eco de la sangre sobre el suelo, las páginas leídas por un hombre ciego, el colapso del mundo en un vórtice hacia la nada. Una película donde los violines ágiles construyan la cuchillada que corta el aire y saja la carne, donde los pianos constituyen aparatosas caídas, donde los bombos construyen el preciso instante donde el corazón de un hombre queda destruido por una bala.
Las funciones de la música, el sonido y el ruido son tan variadas que, quedarse con la mera presunción del oficio de técnico de sonido, hace un muy flaco favor al tumefacto sentido de la maravilla presente en Berberian Sound Studio. Pudo haber sido como el trueno que cae en el silencio de la noche hasta el lago iluminado por las voces estruendosas de antiguos dioses aquí olvidados, pero se conformó con ser la mala tonadilla pop disfrazada con la pretensión de legitimidad del acto más absurdo: el del tuntún.