Al otro lado del río, de Jack Ketchum
El terror al otro no nace de la posibilidad de que nos anule, sino de que nos extermine. Por eso creer que la xenofobia es derivada de una mera concepción equívoca al respecto de la cultura ajena, nos lleva hacia estupideces como creer que la ignorancia se cura viajando; la ignorancia sólo se cura cuando se está dispuesto a confrontar el abismo del otro —lo cual es la antítesis de viajar como turista a cualquier lugar, que es la única forma de viaje que conocerá nunca el ignorante. El terror hacia el diferente es por la posibilidad de que nos mate, no por el hecho de que consideremos que su cultura como inferior o menos rica: un xenófobo no tiene preocupaciones estéticas.
Al otro lado del río es una novela que se presta a la lectura sobre la xenofobia desde su mismo título, pero no sólo: al tratarse de una novela ambientada en el lejano oeste, que no una novela del género western, las diferencias territoriales y el temor que estás provocan está presente en cada instante de la misma. Desde el entorno —que es hostil tanto por lo que es, un desierto sin fin, hasta por aquello que habita en él, desde serpientes hasta escorpiones— hasta el mundo —que es hostil tanto por lo que es, un desierto moral sin fin, hasta por aquello que habita en él, desde asesinos hasta borrachos pendencieros — , todo cuanto encontramos en el lejano oeste se define siempre por su capacidad de originar nuevas formas de orfandad. La vida en aquel tiempo, en aquel espacio, era la antítesis de la seguridad. Por eso la xenofobia corría rampante no sólo contra los mexicanos o los indios por parte de los americanos, de éstos hacia los restantes dos en las demás combinaciones, sino contra todo ente que pudiera existir allí. El escorpión o el borracho no es menos temido que el mexicano, por aquello que tienen de amenaza sombría que parece querer destruir la disarmónica estabilidad de la incipiente nación americana.
La novela de Jack Ketchum está en medio del terror, como género y como sensibilidad. Como género porque respeta las convenciones propias del mismo, arrogándose al misterio y lo desconocido que nace de ese equilibrado juego de fuerzas que se sostienen como principio del horror; como sensibilidad porque respeta la sensación del peligro, ya que las vísceras y las violaciones, la sangre y los gritos, no nos impiden sentir el escalofrío nauseados por lo extremo. Pero lo está en el sentido de la xenofobia, del temor hacia lo que hay más allá del río —ya que el río más que una metáfora es un lugar común, pues el río era una delimitación geográfica clásica de las diferentes regiones — , de lo (des)conocido; el terror lo produce lo que hay más allá de lo que nuestra racionalidad asume a priori como positivo. Lo que hay más allá del río siempre es monstruoso, pues mil gritos tiene la noche y dientes nacen de las tierras que hay remontando los ríos de las leyendas que nos dieron a conocer.
El terror de Ketchum, como es de sobras conocido, es visceral y eviscerante: la sangre vuela, los órganos quedan a la vista y, demasiado a menudo, aquel que parecía tener una voz demasiado fuerte en el coro para morir, cae de bruces contra el suelo mordiendo su propia mierda hecha abono de la tierra. Ahora bien, donde Cormac McCarthy para, Jack Ketchum acelera: quien es capaz de asesinar a otro hombre a sangre fría, no tendría por qué tener problema en profanar su cuerpo de las formas más luctuosas inimaginables. No entraremos en detalles. Los delirios psicotrónicos que define Ketchum como la osamenta de sus dominios se construyen sobre los cadáveres mutilados de unos personajes nacidos no para morir, sino para ser asesinados; la xenofobia que sus personajes comparten, aquella que se refleja en los ojos de la xenofobia del otro, está justificada por la luctuosa brutalidad que esconde todo otro. Salvo porque no lo justifica.
Detrás de los baños de sangre, nos encontramos con una historia sencilla y frágil, bien puntada con gráciles contrastes, que se nos define por la demostración empírica de la destrucción del prejuicio: la xenofobia con la que parte cada uno, incluso cuando más que «xeno-» pudiera ser «hetero-» en su sentido literal: aquello que no es igual que yo mismo, se va limando en el encuentro con el otro. Descubren que el otro no es el enemigo, sino que el enemigo es quien intenta matarnos.
¿Es entonces Al otro lado del río más que un western, que no es, o una novela de terror, que sí es, una trama educativa? Probablemente, pero una trama educativa nacida de los huesos enjuiciados de los enemigos. Porque en ella insiste, de forma soterrada y no literal, no criminalizando el texto hasta convertirlo en ensayo —porque explicitar la tesis de una novela en la narración debería ser, en cualquier caso, perseguido como acto criminal — , como sólo cuando se supera el prejuicio al respecto del otro podemos volver a vivir en paz con respecto de nosotros mismos. La ignorancia no se cura viajando, la ignorancia se cura viéndonos en la necesidad de que alguien ajeno a mi sistema de valores me salve la vida de que un bastardo inserto en mi comunidad haga de mi cabeza un lugar donde incrustar de forma indiscriminada su munición; cualquier otra pretensión, no deja de ser concederle a la ignorancia la sabiduría de la cual por definición carece.
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