Si la democracia tiene un problema de base es haber sido impuesta sin considerar las cualidades que necesitan las personas para poder aprovecharla. En política es necesario saber moverse en arenas movedizas. SI pretendemos dejar el peso de la política en hombros de los ciudadanos, necesitamos que sean capaces de reflexionar por sí mismo; si no son capaces, entonces nos daría lo mismo tener democracia o cualquier otra clase de sistema: si se consigue la virtud política, el gobierno del más apto o del interés general, será sólo por puro accidente. El problema esencial de la democracia no es que pueda votar cualquiera, sino que la mayoría carecen de las herramientas conceptuales para hacerlo de forma consecuente.
En esa democracia sin crítica, de gusto sin consciencia, es difícil entender qué defienden las personas en tanto sus discursos están huecos. Vacíos de contenido. Algo en lo que Música de mierda, libro sobre el fenómeno Celine Dion a la luz del disco Let’s Talk About Love, no es ninguna excepción. Si lo consideramos desde la crítica musical, encontramos que apenas sí rasca en el valor musical (o ausencia de él) del trabajo de la cantante; como tratado de estética es endeble, pues sus referencias filosóficas no pasan de ser apuntes de bachillerato rebozados en forma de falacias lógicas; y como biografía de la propia Dion es tendenciosa, ya que sólo la utiliza para defender cierta virtud que no puede encontrar en lo musical. ¿Dónde reside el valor del libro entonces? Como autobiografía camuflada de teoría crítica. O lo que es lo mismo, un ejercicio de teoría ficción en la cual el autor, encantado de conocerse, se da la razón a sí mismo sin sostener sus premisas en argumentos de ninguna clase. No porque no existan, sino porque, según nos dice, todo es mera cuestión de gustos.
Siendo justos, Carl Wilson no defiende un «todo vale» stricto sensu. Carece de todo interés por la estética —como demuestra al sacudirse la idea del criterio estético universal kantiano sentenciándolo como «algo indeseable», sin explicación ulterior alguna — , pues su libro es un tratado de política cultural. Enhebra (mal) ciertas nociones estéticas de Hume con la teoría de los campos sociales de Pierre Bourdieu no sólo para negar toda posibilidad de criterios artísticos objetivos, sino también la existencia de cualquier forma de gusto personal que nazca, en cualquier medida, de la propia experiencia. Todo gusto es reflejo de nuestra clase social, incluso aquello que puede estar determinado por otras razones.
¿En qué redundan esos argumentos? En prejuicios revisados sólo de palabra. Ni juzga porqué el sentimentalismo se considera indeseable en el arte —que es, precisamente, por lo que tiene de anti-democrático— ni da argumentos en favor de Dion. Salvo uno. Según Wilson, en tanto interpela al grupo social para el cual está pensada su música, entonces es buena música. El problema lo tenemos por demás, por creernos por encima de ese criterio. Algo que es como decir que en Occidente nos creemos por encima de ciertas tribus africanas por no apoyar la ablación femenina: es la falacia del hombre de paja.
Para mostrarlo, sólo hace falta seguir los argumentos de alguien que Wilson desprecia sin concederle la palabra: Immanuel Kant. Cuando afirma en la Crítica del Juicio que la estética puede valorarse desde el sentido común que generaría un consenso que sólo podría darse en condiciones ideales, está hablando de un imperativo moral. En el sentido común existe la posibilidad de encontrar una visión objetiva de un problema subjetivo, las condiciones últimas de la moral. De ahí que si Wilson considera indeseable que todas las personas puedan desarrollar su pensamiento crítico bajo la suposición del bien universal, de la búsqueda de la armonía a través del desinterés en sus juicios —entendiendo, por tanto, la diferencia entre hechos consensuados como objetivos y el gusto meramente subjetivo — , entonces es comprensible que le resulte desagradable la teoría pragmática del de Königsberg. Algo con lo que difícilmente comulgaría dado lo que expresa al respecto en el libro.
Para Kant ser ilustrado significa ser capaz de pensar por uno mismo. De ahí que resulte lógico pensar que cuando habla de sentido común lo hace en referencia a la mayoría de edad del hombre, al hecho de no plegarse a los intereses del otro. Algo que no ocurre a menudo. Partiendo de esa premisa, incluso de no estar de acuerdo con que existe un juicio objetivo universal, es innegable que no todas las opiniones son igualmente válidas. Entre un argumento fundado sobre la experiencia empírica y un prejuicio basado en los intereses creados por medios de presión, habría que ser muy cínico, o directamente malvado, para defender que el segundo tiene el mismo valor que el primero. Aquello que nos exigiría Kant con esas condiciones ideales, o al menos con la moderación de su forma óptima —porque, si son ideales, parten del supuesto de que son imposibles: alcanzar ese juicio objetivo universal es una quimera, un experimento mental filosófico, no una búsqueda real plausible; un deseo, un sueño, no un proyecto — , no sería la uniformidad de toda forma de pensamiento, sino ser capaces de diferenciar, como mínimo, lo que es mentira de lo que es verdad. Aunque sólo sea parcialmente.
Ese es el problema con defender que Celine Dion hace buena música porque interpela a su público objetivo. Gustar no significa estar haciéndolo bien. Si las obras más populares de cada época rara vez sobreviven a su tiempo, siquiera a la generación de sus lectores, es porque son acomodaticias: resultan sentimentales. Juegan con temas sensibles, buscando interpelarnos a través de temas candentes en el momento, sin considerar en ningún momento el valor intrínseco de cómo están escritas o si comunican algo más allá. Existen, por tanto, baremos objetivos. Como mínimo, el de oposición: las obras sentimentales no son buenas porque distorsionan el juicio. Basan su potencial en anular la voluntad de aquellos que las valoran. Ahí radica el núcleo de la cuestión. O defendemos que todo vale aceptando entonces que la manipulación o la mentira son parte inherente de cualquier forma de democracia; o aceptamos que existen verdades que, si bien no son objetivas, son deseables como para ser consideradas universales.
No debería ser difícil responder cuál es preferible.
Celine Dion es un producto de marketing, no una artista. Basa su discurso en el sentimentalismo, que es una mecánica propia de la publicidad —por extensión, que sólo busca vendernos una idea sin pretender hacernos más libres — , apoyada sobre una voz objetivamente prodigiosa, desaprovechada en el mismo hecho de cantar de una forma plana y sin vida. ¿Eso excluye que sea buena para su público objetivo? En absoluto. Pero tampoco que sea música de mierda para cualquiera con cierto conocimiento musical. Aunque moleste al autor, Kid A de Radiohead es objetivamente mejor que Let’s Talk About Love de Celine Dion no sólo porque sea música más intelectual o para un público más distinguido, pues Radiohead sigue los mismos patrones narrativos esenciales en su música que la muy quebequesa objeto de sus pasiones, sino porque lo hace mejor. Porque existen los gustos, determinados por nuestras circunstancias —que, además, no son ni buenos ni malos: sólo son, precisamente, en tanto el gusto es dependiente sólo del criterio personal de cada persona — , pero también los valores objetivos, las estructuras, formas y patrones que son, canónicamente, necesarios para dominar los estándares de cualquier forma estética. Algo que ella está lejos de dominar.
Volviendo sobre Bourdieu, la teoría de los campos sociales explicaría tanto el éxito como la razón de este libro. Wilson dice lo que mucha gente quiere oír, tira de sentimentalismo, confirmando sus prejuicios. Dice que tener un gusto diferente al estandarizado es propio de esnobs, que existen los placeres culpables, que nada de lo que hacemos o escuchamos es nuestra culpa, pues todo viene determinado por nuestro entorno. Que nos relajemos, pues nada es nuestra culpa. Algo que se explica, precisamente, desde los mismos valores que defiende para atacar los juicios artísticos, pero no sus juicios sociales: entre blancos anglosajones de clase media, es fácil defender el todo vale. Escuchar reggaeton, o el Let’s Talk About Love de Celine Dion, pretendiéndose por encima de aquellos que escuchan música objetivamente mejor, sólo sirve como distintivo social: ellos están por encima de cualquier forma de criterio estético, ellos son diferentes.
Como es evidente, al dj de talento infinito criado en las favelas no le consigue un contrato discográfico con Universal el hecho de que, para la crítica musical, no exista objetividad estética. Mas al contrario, beneficia tanto al productor multimillonario como al próximo disco de Celine Dion con canciones dancehall: si todo vale, el apropiacionismo también. Y de ese modo, luchando contra un clasismo que no es tal, seguiremos cavando la tumba no sólo del criterio estético, sino también del libre albedrío, en favor de los caprichos del «libre» mercado.
¡Texto muy sugerente! (y bien trabado filosóficamente, marca de la casa, nos queda pendiente una discusión sobre Hume, Kant y otros hombres). Voy a centrarme en un fragmento:
«Aunque moleste al autor, Kid A de Radiohead es objetivamente mejor que Let’s Talk About Love de Celine Dion no sólo porque sea música más intelectual o para un público más distinguido, pues Radiohead sigue los mismos patrones narrativos esenciales en su música que la muy quebequesa objeto de sus pasiones, sino porque lo hace mejor. »
Discutiría apenas la noción de objetivamente, en el sentido de que el movimiento discursivo y etiquetador que nos permite decir que, pongamos un ejemplo claro, Joni Mitchell es «gran música» o «un clásico» es ya de por sí consecuencia de los problemas que tiene la estética del S. XX y que ya cada producto viene con su teoría auto-justificatoria que no se apoya en nada más. Y que, en rigor y hasta entonces, permite considerar de Woody Guthrie a Bach como «música».
Ahí ya entramos en el problema del marco teórico contemporáneo. O como me gusta llamarlo, el problema de que el común de los mortales no haya entendido una sola palabra de lo que implicaba el posmodernismo. En cualquier caso, vayamos por partes.
En esa frase en sí yo también tengo un problema con el concepto de «objetivo». Pero dado que lo he escrito yo, y haciendo referencia hacia otro momento del texto, me refiero «o defendemos que todo vale aceptando entonces que la manipulación o la mentira son parte inherente de cualquier forma de democracia; o aceptamos que existen verdades que, si bien no son objetivas, son deseables como para ser consideradas universales». En este caso, podemos afirmar que Radiohead es objetivamente mejor que Celine Dion porque son más sinceros, menos impostados, no basan su discurso en el sentimentalismo. En distorsionar la razón de las personas. Eso no quiere decir que podamos crear jerarquías. Si tuviera que establecer un orden de calidad entre «Kid A» de Radiohead, «Philosophem» de Burzum o «Hymn of the Immortal Wind» de Mono, no podría hacerlo, porque sus valores estéticos son diferentes: aquí defiendo que es posible diferenciar entre lo bueno y lo malo, pero no creo que pueda establecerse categorías objetivas entre diferentes grados de Lo Bueno. Salvo, tal vez, que pertenezcan al mismo orden discursivo dentro de su categoría artística.
Sobre lo otro que comentas, ahí tocas hueso. Lo sabes. El problema de los ismos, ya no digamos de su reinvención en forma de conceptualismo hueco, es arrancarle la garganta al arte. Ya sea a través de manifiestos o directamente con explicaciones teóricas, gran parte del arte contemporáneo no es la pieza de arte, sino el texto filosófico que lo defiende; no permitir que hable la obra, el crítico o el público, sino que lo haga el propio artista. Que mantenga el arte como rehén. Algo absurdo, pues el arte siempre ha sido conceptual, incluso cuando se pretendía figurativo: todos sabemos que un árbol nunca es sólo un árbol.
En cualquier caso, gracias por comentar. Me congratula que te gustara el artículo y que te suscitara dudas al respecto.