Definir la realidad es una tarea desagradecida, ya que su condición resbaladiza hace imposible aprehenderla de forma absoluta. Pongamos por caso la historia. Por más que se pretenda imparcial o con capacidad para discriminar el grano de la paja, la historia está llena de agujeros, lugares comunes, testimonios dudosos; nunca conocemos la polifonía de voces que caracteriza a cualquier época, sólo una burda aproximación basada en generalizaciones con respecto de los usos y costumbres que se suponían más comunes. Lo particular queda condenado en favor de lo general, de la construcción social que ni siquiera tuvo porqué ser la norma de su tiempo. Toda realidad tiene algo de ficción, de generalización interesada, porque está mediada por el recuerdo, cuando no directamente por el prejuicio. No existe algo así como la realidad objetiva, porque para ello haría falta también un mediador objetivo que la juzgara a partir del testimonio de todos sus agentes involucrados.
En El hombre en el castillo nos presenta la historia de Estados Unidos quince años después de que las fuerzas alemanas ganaran la segunda guerra mundial y, con la inestimable colaboración japonesa, ocuparan la práctica totalidad del territorio norteamericano. Aunque Alemania se ha apoderado de la costa este del mismo modo que Japón ha hecho lo mismo con la oeste, aun existen una serie de estados autónomos en la franja central que separan ambos territorios; allí, en ese interregno de libertad, de posibilidades que nacieron muertas, habita Hawthorne Abdensen, escritor del libro prohibido La langosta se ha posado, una ucronía que explica lo que ocurrió en una realidad alternativa en la cual los Aliados ganaron la guerra. No nuestra realidad —ya que algunos elementos clave cambian en sendas historias, haciéndolas diferentes — , sino otra realidad. Es un mundo posible dentro de otro mundo posible, haciendo que La langosta se ha posado sea a la realidad de El hombre en el castillo lo que El hombre en el castillo a la nuestra.
A ojos de Philip K. Dick, no existe algo así como lo real. No en un sentido fuerte. Toda realidad, todo mundo posible, se configura como una serie de posibles variables que pueden cambiar de forma radical en cada una de ellas; todo lo que conocemos es una ficción de algún otro mundo posible, puede ser nada más que la incompleta fantasía de un demiurgo o de un escritor en estado de gracia. En ese sentido, es el realista definitivo. No considera posible la existencia de un estado de realidad objetivo, ya que sólo existen una multiplicidad infinita de condiciones subjetivas de lo real y, por extensión, todo lo que escriba es verdadero en algún otro lugar, en algún otro mundo, que no tiene por qué sernos conocido. Es realista no porque retrate nuestro mundo tal y como lo percibimos, sino por retratar la posibilidad de una realidad consciente de serlo sólo para sí misma.
Retrata otros mundos imaginándolos, no viéndolos, dejándose inspirar por instancias ajenas a la consciencia. Al componer El hombre en el castillo haciendo uso del I‑Ching, haciendo que cada decisión y cambio de rumbo viniera dado por las interpretaciones que hacía de lo que en cada ocasión le dictaba el oráculo, permitía la intrusión del cosmos, del puro azar indefinido; dejaba que hablaran los otros mundos posibles a través del I‑Ching, incluso si no existían o se crearan en el mismo instante de tomar decisiones sobre ellos. Consciencia e inconsciencia se confundían, realidad y ficción se reconciliaban, a través del papel del escritor como demiurgo de un mundo que podría existir en algún otro lugar, pero sólo se materializa aquí y ahora.
No existe realidad, sólo flujo de consciencia. Al leer la novela comprobamos que el autor ha cristalizado una visión subjetiva en una realidad objetiva a través de las coordenadas de la ficción, pero que es, en último término, una visión arbitraria de la misma; en lo esencial La langosta se ha posado es nuestro mundo —los aliados ganaron la guerra, Hitler se suicidó en su búnker, se lanzaron bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki — , salvo porque los detalles particulares difieren. Y si los detalles particulares difieren, nuestra vida podría ser muy diferente.
¿Podemos confiar entonces en que el I‑Ching dota de realidad al conjunto por ser un oráculo, por leer el destino? Ni siquiera. Incluso si consideráramos que, efectivamente, podemos conocer el futuro a través de algún medio, ese futuro estaría igualmente atado al fruto de la interpretación; nosotros tendríamos que decidir si es cierto o no, combatir contra él o dejarlo hacer, por lo cual nos encontraríamos un problema esencial: si la predicción se cumple nunca sabríamos si es porque hemos actuado para que se cumpliera o porque realmente estaba así destinado. No podemos conocer lo real. Por eso los personajes dentro de la novela utilizan también el I‑Ching, obteniendo resultados imprecisos y tomando decisiones basándose en sus vagas interpretaciones, pero nunca sabemos, como ellos no saben, si eso les ha servido para descubrir algo; los resultados de sus acciones son ambiguas o directamente desconocidas, causando que sea imposible saber si el I‑Ching tiene el poder de conocer el futuro o sólo de alimentar las esperanzas futurológicas de aquellos ingenuos necesitados de alguna clase de guía, por ficticia que esta resulte.
El hombre en el castillo nos narra nuestra propia incapacidad para conocer nuestra realidad, pasada, presente o futura, en tanto anclados en una red de relaciones subjetivas. No es que no exista lo real, no es que habitemos un agujero negro de sinsentido en el cual es imposible encontrar una verdad indiscutible —ya que, en tanto existe la ciencia, si conocemos algunas leyes universales — , sino que la realidad es una red de relaciones tan enmarañada, tan imposible de desenredar, que cualquier intento de desentrañarla en su totalidad se muestra como un gesto tan noble como fútil. He ahí que todo mundo posible sea tan real como cualquier otro, incluido el nuestro, porque ni siquiera es posible demostrar su existencia o ausencia de tal.
Existe algo así como la realidad, el problema es que estamos demasiado ocupados creándola como para ser capaces de verla.