The End of the Tour
James Ponsoldt
2015
No toda idea es buena para escribir sobre ella. Existen ideas mundanas, carentes de giros o glamur posible, cuya caracterización en la ficción no se hace imposible, sino algo imperdonable dentro de la ficción: aburrido. Entre esas ideas caen también, por accidente, algunas personas. Gente de vidas gris, sin sobresaltos, cuya única adicción conocida es ver la televisión durante una cantidad obscena de horas, convirtiéndose entonces no en algo excepcional, sino en algo común, ni siquiera un retrato de su tiempo. En ese caso, David Foster Wallace es un ejemplo de cómo las buenas ideas no generan, necesariamente, buenas ideas; que tener buenas ideas no te convierte automáticamente en alguien interesante.
En eso fracasan el grueso de los biopics. Hacer algo excepcional, sea una empresa o un libro o cualquier otro acontecimiento que genere cierta repercusión mediática, no te hace, automáticamente, alguien cuya vida pueda ser traducible en términos interesantes. Si con todo se desea hacerlo para satisfacer la curiosidad del público, para vaciarle los bolsillos, entonces sólo cabe abordar dos posibles soluciones: o utilizar las herramientas de la ficción para crear una situación en la que ciertos aspectos de la vida puedan servir de metáfora de la obra o centrar la atención de forma minuciosa en la obra en sí. Y si bien The End of the Tour se decide por la primera de ellas, en el proceso convierte a David Foster Wallace, la persona, ya no en David Foster Wallace, el personaje, sino en un tercero: David Foster Wallace, el tótem.
De ahí que el protagonista no sea David Foster Wallace, sino David Lipsky. Lipsky como espejo a través del cual podemos comprender la genialidad, además de la humanidad, del propio Wallace: su escritura, el proceso por el cual era genial. La película funciona porque carece de belleza, de pinceladas estéticas, porque no es nada más que el retrato de la propia ansiedad del autor, que es la ansiedad de cualquier autor enfrentándose ante su propia inmortalidad.
Eso es todo. Ni impostura ni posmodernidad. Sólo el retrato de un hombre que sirve como metáfora del mundo, pero también de sí mismo. Pero lo hace en tanto es un personaje vacío, un agujero negro, David Foster Wallace como papel en blanco en el cual proyectar nuestra propia ansiedad, creatividad o, especialmente, ínfulas de genio torturado.
El ejemplo perfecto de vaciamiento de todo sentido que hubiera horrorizado al representado en forma de fast food intelectual para chicos incomprendidos. Y con ello, también nuestro final.