Nuestra curiosidad es infinita. Deseamos conocer aquello que nos es vedado, lo que sólo es posible en la imaginación, los sueños o la vida de algún otro; deseamos conocer aquello que está oculto, el mundo que se esconde entre los pliegues de nuestros párpados; ya sea la vida de nuestros vecinos o la existencia de un reino perdido, una playa secreta o un ser de otra galaxia, escapamos con asiduidad de nuestra vida para cartografiar aquellos huecos oscuros de nuestra experiencia que, por familiares, no son realmente desconocidos. No podría interesarnos algo que no esté anclado en nuestra experiencia del mundo. Sólo cuando algo logra llamar nuestra atención más allá de nuestras ideas preconcebidas, cuando algo conocido se hace extraño, podemos sentir genuina curiosidad por ello. En ese sentido, lo nuevo es imposible. Nuestra curiosidad orbita alrededor de lo próximo, de lo conocido, convirtiéndonos en expansión pura: nuestra curiosidad siempre crece, porque cuando lo que era extraño se vuelve familiar deja paso a nuevas formas de extrañeza.
Huir de la curiosidad no es una opción, ya que eso implica la muerte del alma. Aquel que se conforma con ver lentamente decaer todo aquello que conoce, aferrándose a la idea de que ya sabe todo lo que necesita para vivir —obviando, pues, la premisa esencial que rige toda existencia: nada permanece ni desaparece, todo está en constante transformación — , acepta su propia imposibilidad de adaptarse al mundo. Está fuera de la vida. Kublai Khan, escuchando las historias imposibles de Marco Polo, ni cree ni deja de creer en lo que le está contando su embajador, sólo se deja llevar intentando descubrir cuán vasto es su imperio. Explora los límites de sus posesiones, de aquello que le es familiar incluso si le es desconocido. Puede lo que diga el veneciano sea ficción, pero tiene un germen de realidad en él: su imperio es tan extenso que perfectamente podría contener las ciudades invisibles que le nombra.
No es casual que Italo Calvino escoja un soberano de un reino en decadencia para ser receptor de las historias que componen el libro. Tampoco que escribiera cada fragmento por separado, según surgía en el la inspiración, para darle después un aspecto unitario a través del hilado de los diferentes textos; no es una antología de textos o cuentos breves, pero tampoco es una novela. No exactamente. Es una enciclopedia de otro mundo inserta en la crisis existencial de dos personajes de una novela que han olvidado su historia.
También es un fabuloso ejercicio de estilo. Además de toda la imaginación que derrocha, desbordante en cada una de las ciudades que plantea, el texto se nos presenta con una prosa bien cuidada. Nada sobra, nada falta. Incluso cuando parece estar repitiéndose, rozando la saturación al subrayar ideas que ya habíamos comprendido, lo que está haciendo es incidir en una nueva capa de su subtexto; si bien es posible que toda ciudad sea provisional, destinada a desaparecer convirtiéndose en otra o acabar pareciéndose sólo en nombre, en esencia siempre será la misma ciudad. Cada ciudad es una infinidad de ciudades —ya que dos personas diferentes la conocerán de dos formas igualmente diferentes, incluso si ellos son vecinos — , lo cual no anula que sea una y la misma. Es la suma de la totalidad de esas ciudades posibles. Por eso las ciudades invisibles están organizadas en una estricta taxonomía: guardan un orden, una lógica interna, que permanece inalterado a lo largo del tiempo. No importa cuánto se transformen, que no quede nada en pie de cuando fueron fundadas, que seguirán siendo ellas.
Paseamos por ciudades, pensamientos e incógnitas, pero nunca nos alejamos de un lenguaje encantado de hacerlas brillar a todas por igual. Por eso es imposible apropiarse de Las ciudades invisibles desde un criterio exclusivista: lo estético se alimenta de lo eidético, el subtexto se nutre de la belleza con la que está escrito. Su valor radica en su fino hilvanado. Calvino no sólo apila ciudad tras ciudad, reflexión tras reflexión, intentando crear un efecto armónico basado en la repetición la exposición directa de ideas —lo cual si hacen algunos de sus apologetas, aquellos que lo reivindican resumiendo la poliédrica complejidad del libro en su última frase — , sino que, además de hacer eso, se recrea en frases sibilinas, en construcciones inteligentes, en una estructura narrativa que realza, al tiempo que es realzada, por cada uno de sus elementos. En suma, maestría.
Todo fluye, todo se transforma, el mundo permanece. Lo que significa Las ciudades invisibles cambiará según cada tiempo o cada persona, pero nunca dejará de ser Las ciudades invisibles. Es justo que así sea. Intentar resumir sus verdades, sus requiebros y sus tanteos en una teoría absoluta, que totalizara la obra, sería arrancar la planta para impedir que pudiera crecer y contrariar la belleza tal y como la hemos conocido; sería matar la obra con la excusa de preservarla. Triste es destruir aquello que no se entiende, pero más triste es silenciar aquello que entendemos como propio por miedo a poder perderlo.