A veces no somos capaces de ver aquello que tenemos enfrente de nuestras narices. Las cosas más sencillas, las más obvias y evidentes para cualquiera a nuestro alrededor, son aquellas que se resisten a entrarnos por los ojos; en tanto estamos demasiado cerca de los acontecimientos, atravesados de más impresiones de las que somos capaces de gestionar, el exceso de información nos impide ver aquello que cualquier otro es capaz de ver sin problemas. A veces es necesario un espectador externo para observar porqué nos estamos equivocando. Alguien capaz de tomar distancia, observar el conjunto y percibir qué es aquello que no funciona, que está poniendo palos en nuestras ruedas, es algo que si bien siempre acabamos necesitando, rara vez somos capaces de aceptarlo: en tanto dueños de nuestra vida, conocedores profundos de nuestra existencia, odiamos creer que no podemos ver las cosas más evidentes. Incluso cuando es lógico no verlas, porque aquel demasiado sumergido en medio del bosque difícilmente puede ver el incendio que lo acecha.
También hay quien vive en el incendio, como el caso de Tim Burton. Autor de obra inflamada, tan llevada al extremo que no pocas veces cae en la parodia de sí mismo, capaz de levantar pasiones con facilidad tanto entre fanáticos como entre detractores: su estética exagerada, su pasión por el material de derribo y su tendencia al histrionismo le han hecho campo de abono perfecto para la incomprensión, incapaz de no llevar al extremo más radical cualquier propuesta que tenga entre manos. Todavía más en el caso de Sweeney Todd: The Demon Barber of Fleet Street. Siendo un musical sobre un barbero asesino que busca venganza contra un juez corrupto que le arrebató su familia —en una suerte de Conde de Montecristo en una sociedad decimonónica menos agradecida que la francesa: la gótica Londres de los penny dreadful—, sólo existe un modo posible de definir la esencia misma de la película: camp.
Camp, ya que vive para su propio exceso. Todo es ridículo, todo es extremo, nadie parece ser consciente de lo exagerado que es todo cuanto ocurre a su alrededor. Porque no lo son. Burton edifica un mundo cuya coherencia interna se define a través de lo camp, donde todos y cada uno de los individuos acepta que la canción es una forma válida de comunicación, que las personas se enamoran con mirarse, la ciudad es oscura pero tiene extrañas luces de colores brillantes y el asesinato siempre está justificado en tanto sea, en algún grado, superlativo. Todo resulta exagerado, desquiciado, carente de sentido. Pero lo es de una forma exquisitamente coherente.
Todos los personajes son ciegos al respecto de su propia situación. Sweeney Todd sólo busca venganza, asesina de forma tan exquisita como compulsiva, porque ya no concibe que su vida tenga sentido más allá del hecho de cubrir los pasos de su propia venganza; Mrs. Lovett hace pasteles con los cadáveres de las víctimas de Todd por el amor ciega que siente hacia él, no pudiendo concebir otra cosa que servir desinteresadamente al mismo; y Tobias Ragg concibe la amabilidad de Lovett como su única salvación, la extrapolación de una figura materna que no ha tenido nunca. En resumen, una familia desestructurada en la cual cada uno de sus miembros ignora que los otros le asignan un papel en su drama. No están el resto. El amor ciego entre Johanna y Beadle —amor que le conducirá hasta el sanatorio, del mismo modo que su madre acabaría loca por amor — , los celos desmedidos del humbertiano Turpin —con el paralelismo irónico que se genera en su canción con Todd: donde uno canta por Johanna como hija a recuperar, el otro canta por ella como esposa por conseguir— y el contrapunto que supone Pirelli como villano: ninguno conoce su situación, qué es lo que ocurre con ninguno de cuantos les rodean o cómo no hacen más que imitar o parodiar las relaciones de aquellos que les son más próximos.
Si en las tragedias griegas el protagonista se dirige hacia un destino que no puede evitar de ninguna de las maneras por estar escrito, aquí los protagonistas están cegados por sus pasiones de tal modo que su destino se torna también inevitable: si en la tragedia clásica los dioses observan complacidos la imposibilidad de huir de sus designios, en Sweeney Todd el espectador observa fascinado como los personajes no pueden escapar de sus pulsiones humanas. Incluso cuando no son nada más que el ejercicio del autoengaño. He ahí que no nos resulte difícil ver cómo se sitúa cada personaje en relación con los otros, formando un juego de fichas de dominó perfectamente circular: sólo hace falta que una pieza se tambalee para que todas acaben en el suelo. La película es, por extensión, la vida colocando a cada uno en su posición para que, llevados por unos impulsos que no pueden acallar, desaten una catarsis sangrienta.
Ahí es donde se hace patente la necesidad de los extremos. Al tomarse mortalmente en serio como parodia, sabiendo que roza el ridículo de forma tan grotesca como constante, está situando los personajes allí donde los necesita: en el campo de los sentimientos desbocados, donde existe una ceguera absoluta por todo aquello que no sea exactamente lo que desean ver. El camp adquiere la entidad de narrativa. Todo confluye en hilarse a partir del exceso como manera de mostrarnos unos personajes que se sitúan en una situación común, aunque llevada hacia el terreno de lo excepcional: los sentimientos inflamados, la incapacidad de ver aquello que es obvio para cualquiera menos para los implicados. Porque nosotros, en tanto espectadores, percibimos claramente el absurdo de ese extremo radical.
Todo lo grande está en medio de la tempestad. Eso significa también que somos incapaces de dilucidar la tempestad, lo que la rodea, las circunstancias que la definen; sólo con el tiempo, con la luz del sol y la calma posterior, seremos capaces de ver aquello que los demás, ajenos a la misma, podrían presenciar. O no. Porque la tormenta tiene dos particularidades: a veces oculta lo que sólo se puede ver desde la tormenta y no todo el mundo sobrevive a su estallido. Porque la distancia no garantiza nada, salvo la distancia.