Nadie crece en el abismo sin reconocerse en él. Una mirada sobre «Pusher» de Nicolas Winding Refn
Todos somos presa de nuestras circunstancias. En tanto no nacemos con un carácter ya forjado, pues ante del aprendizaje no somos nada más que un cúmulo de potencialidades, eso también significa que, lejos de ser entes inmutables, siempre cabe la posibilidad de cambiar dentro de ciertos parámetros predefinidos. Evolucionar, más que transformarnos. De ahí que todo cuanto somos sea dependiente de aquello que nos ha ocurrido, pues nuestras circunstancias son las que guían la posibilidad de crecimiento de nuestras potencialidades; nadie es de origen algo refinado, puro, completa o parcialmente ya formado, sino que todos vamos creciendo según las experiencias que provee el incesante roce con el mundo. El inevitable contacto con el otro. Y eso no cambia jamás: ni siquiera los muertos, en tanto existen como memoria de lo que fueron, pueden permanecer inviolados por las circunstancias.
Esa inevitabilidad de la acción del mundo es lo que nos permite pensar en cómo afecta la casualidad en todo cuanto nos ocurre. Y Pusher, la trilogía de películas que abre la filmografía de Nicolas Winding Refn, se recrea en ella. Para ello escoge un escenario, los bajos fondos de Copenhague, personajes atados a él, criminales por convicción o por imposición externa, y se recrea en observar lo que ocurre cuando, más allá de su apacible statu quo, les ofrece un estímulo suficiente como para hacer estallar en mil pedazos todo aquello en lo que habían cimentado sus vidas.