Todo lenguaje pertenece a sus hablantes. Una lectura de la obra primeriza de Haruki Murakami
Existe cierta obsesión con la fragilidad del lenguaje que no se corresponde con la experiencia empírica. Como sabe cualquiera que trabaje con palabras, el idioma es un ente flexible, en perpetua evolución; su vocabulario, gramática u ortografía es capaz de soportar traducciones, perversiones e, incluso, no poca tortura —como nos demuestra, prácticamente de diario, cualquier acercamiento, culto o popular, hacia el uso que hacen sus hablantes de las palabras — , sin que por ello deje de cumplir su función primaria: permitir la comunicación entre individuos. Todo lenguaje se debe al uso de sus hablantes, por lo cual es lógico que evolucione en paralelo a sus necesidades: aquel lenguaje que no es capaz de adaptarse a su contexto acabará siendo desplazado por otro que sí lo sea.
Afirmar que Haruki Murakami entiende la condición permeable del lenguaje no es ninguna boutade. O no sólo. A fin de cuentas, donde los defensores de la pureza del lenguaje se pretenden censores de los usos de la lengua, Murakami se conforma con escribir sin pontificar sobre cuál debe ser el uso correcto del lenguaje. Y si bien buena parte de la crítica le desprecia por no seguir los cauces canónicos de la alta literatura, lectores y críticos más abiertos a la experimentación celebran la aparición de cada uno de sus libros. Pero, en verdad, ¿qué se le critica? No ser poco literario, sino demasiado anglosajón.