Internet es la tierra libre de pecado. El paraíso. El mundo más allá del mundo donde nada ni nadie ha cometido jamás un desliz, juzgando de forma contundente e incruenta cualquier mínimo error que pueda cometer el prójimo. Si como dijo aquel «el que esté libre de pecado, que tiré la primera piedra», entonces las redes sociales deben estar llenas de santos llamados a ejercer milagros por toda la tierra incluso más allá de la muerte de sus identidades digitales.
Pero eso no tiene nada de nuevo. En toda época ha existido la figura de la turba, la agrupación de personas que, bajo un lema común, se aúnan para dilapidar al prójimo. ¿Y hacia donde se dirige la turba? Hacia el objetivo. Hacia el débil. Hacia quien sienten que pueden derribar, por la fuerza misma de la multitud, sin tener en cuenta las consecuencias de sus actos. A fin de cuentas, quien se suma a la turba, es porque cree que la inteligencia de la mayoría no puede errar; si todos piensan de la misma manera, ¿cómo podría ser que estén equivocados? O peor aún, si todos piensan de la misma manera, ¿no seré yo el próximo objetivo si me niego a sumarme al entusiasmo generalizado? Internet no ha creado la miseria moral, sólo ha amplificado la vieja costumbre del linchamiento.