An open door. Tres recomendaciones (rápidas) para la noche de Halloween

null

Siempre hay cier­to gra­do de re­la­ti­vi­dad en nues­tros ac­tos. Aquello que es­tá bien o mal de­pen­de del cri­te­rio y la com­pren­sión del que juz­ga, ha­cien­do que sea di­fí­cil dis­cer­nir al­go así co­mo una re­gla uni­ver­sal. Y Halloween no es una ex­cep­ción. Si de­be­ría­mos ce­le­brar­lo o no que­da pa­ra la re­fle­xión in­ter­na de ca­da uno, por­que en es­ta san­ta ca­sa ig­no­ra­mos ese de­ba­te es­té­ril: aquí ce­le­bra­mos Halloween. Al me­nos, has­ta don­de nos dan las fuerzas.

Eso im­pli­ca tam­bién que es­ta­mos li­mi­ta­dos por las cir­cuns­tan­cias. Halloween es tan­to el al­coho­lis­mo de­sen­fre­na­do y los dis­fra­ces (pre­ten­di­da­men­te) te­rro­rí­fi­cos co­mo el re­co­gi­mien­to y el pla­cer en­con­tra­do en la in­ti­mi­dad de un li­bro o una pe­lí­cu­la de te­rror. Ninguna op­ción es me­jor que la otra. Pero da­da la na­tu­ra­le­za del blog —y de los blogs, que exis­ten só­lo en Internet — , nues­tro úni­co mo­do de po­der ce­le­brar la fes­ti­vi­dad es del se­gun­do mo­do. Y así es­tá bien. Por eso he­mos ele­gi­do tres ar­te­fac­tos cul­tu­ra­les pa­ra que po­dáis pa­sar una no­che tran­qui­la, a la par que te­rro­rí­fi­ca, o, si el al­cohol y la tra­ge­dia se in­ter­po­nen, pa­ra que lo ha­gáis cual­quier otro día. Al fin y al ca­bo this is Halloween y ca­da uno lo ce­le­bra co­mo quie­re. O co­mo puede.

null

I. Imprint, de Takashi Miike

Conocer las pe­cu­lia­ri­da­des de una men­te en­fer­ma pa­sa por en­ten­der las hue­llas na­rra­ti­vas que va de­jan­do por el ca­mino. Imprint, que jue­ga con el sim­bo­lis­mo des­de su nom­bre, es una his­to­ria bru­tal don­de has­ta el fi­nal no po­de­mos re­cons­truir lo ocu­rri­do, por­que na­die ha si­do com­ple­ta­men­te sin­ce­ro en nin­gún mo­men­to. Cada cual ha con­ta­do su his­to­ria, pe­ro tam­bién ha men­ti­do. De ahí la pro­xi­mi­dad con otro maes­tro de la na­rra­ti­va, co­mo es Akutagawa, en ese jue­go cru­za­do de me­dias ver­da­des e his­to­rias den­tro de his­to­rias; pe­ro aquí, co­mo no po­dría ser de otro mo­do, ador­na­do con tor­tu­ra fí­si­ca, psi­co­ló­gi­ca y sen­ti­men­tal, no só­lo na­rra­ti­va, co­mo ha­ría el maes­tro Akutagawa.

Teatro de la cruel­dad con de­ma­sia­do tea­tro y to­da­vía más cruel­dad pa­ra los cá­no­nes oc­ci­den­ta­les, por ello ple­na­men­te dis­fru­ta­ble. Porque es Takashi Miike. Porque es ero gu­ro. Porque es la mal­dad y la co­di­cia de un mun­do co­rrup­to aso­man­do la pa­ti­ta. O la deformidad.

II. La man­sión del do­lor fan­tas­ma, de Junji Ito

Estar atra­pa­do no im­pli­ca ne­ce­sa­ria­men­te una con­di­ción fí­si­ca. Ni si­quie­ra psi­co­ló­gi­ca. A ve­ces só­lo ne­ce­si­ta­mos ver­nos ca­ra a ca­ra con la ne­ce­si­dad o la cos­tum­bre pa­ra ver­nos en me­dio del in­fierno. Si no te­ne­mos tra­ba­jo y nos ofre­cen un ju­go­so con­tra­to la­bo­ral con va­rios pun­tos os­cu­ros que que­dan sin ex­pli­car, ¿no lo acep­ta­ría­mos da­da nues­tra ne­ce­si­dad? Y si em­pie­zan a ocu­rrir co­sas ra­ras en la ca­sa, ¿po­dría­mos de­jar­lo si ello im­pli­ca, a su vez, de­jar de ga­nar el di­ne­ro por el que es­ta­mos allí?

null

Como es cos­tum­bre en las his­to­rias de Junji Ito la anor­ma­li­dad lle­ga te­ñi­da de una nor­ma­li­dad co­rrup­ta, de al­go nor­mal que se tor­na rá­pi­da­men­te anor­mal. Pero La man­sión del do­lor fan­tas­ma va más allá. Deja to­do en el ai­re, se cons­tru­ye a fuer­za de su pro­pia at­mós­fe­ra irres­pi­ra­ble. Porque no que­da na­da. Salvo el do­lor. El sem­pi­terno do­lor. Ese do­lor im­po­si­ble que nos acom­pa­ña­ra siem­pre a tra­vés de una ca­sa, que co­mo el mun­do, es su pro­pio fan­tas­ma ca­na­li­zán­do­se en quien la he­re­da y habita.

III. Asesinatos por re­le­vos, de Kyusaku Yumeno

No exis­te mal­dad inhe­ren­te en las per­so­nas. Todo ocu­rre por otras ra­zo­nes. Por ne­ce­si­dad. Por do­lor. Porque no ha co­no­ci­do nin­gún ac­to de bon­dad en su vi­da. Por de­fi­ni­ción, no exis­te na­die ge­nuí­na­men­te mal­va­do: el grue­so de quie­nes ac­túan de un mo­do equi­vo­ca­do es por­que se han vis­to em­pu­ja­dos a ello por un mun­do he­cho a la me­di­da de unos pocos.

En El in­fierno de las chi­cas, li­bro que re­co­pi­la tres re­la­tos de Kyusaku Yumeno, to­dos los per­so­na­jes son víc­ti­mas de las cir­cuns­tan­cias. Del mun­do. Especialmente las mu­je­res, siem­pre re­du­ci­das a su pro­pio gé­ne­ro, in­de­pen­dien­te­men­te de lo que pue­dan apor­tar co­mo per­so­nas. Y si bien ha­brá quien crea que es na­tu­ral, es un pro­ble­ma. Esa des­hu­ma­ni­za­ción siem­pre tie­ne con­se­cuen­cias fu­nes­tas. En el ca­so de Asesinatos por re­le­vos, el más ex­plí­ci­to de los re­la­tos, bas­tan­te evi­den­tes: aque­llas per­so­nas que han si­do aco­sa­das, tra­ta­das co­mo po­co me­nos que ani­ma­les, ciu­da­da­nas de se­gun­da, aca­ban ac­tuan­do de un mo­do bru­tal con­tra el mun­do. No por­que sean mal­va­das, sino por­que no tie­nen otra sa­li­da. Porque el mun­do les ha da­do esa for­ma des­pia­da­da. De ahí que siem­pre ha­ya cier­to gra­do de re­la­ti­vi­dad en nues­tros ac­tos: don­de unos só­lo ven mal­dad, otros tal vez vean los fru­tos de la ne­ce­si­dad o la humillación.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *