Internet es la tierra libre de pecado. El paraíso. El mundo más allá del mundo donde nada ni nadie ha cometido jamás un desliz, juzgando de forma contundente e incruenta cualquier mínimo error que pueda cometer el prójimo. Si como dijo aquel «el que esté libre de pecado, que tiré la primera piedra», entonces las redes sociales deben estar llenas de santos llamados a ejercer milagros por toda la tierra incluso más allá de la muerte de sus identidades digitales.
Pero eso no tiene nada de nuevo. En toda época ha existido la figura de la turba, la agrupación de personas que, bajo un lema común, se aúnan para dilapidar al prójimo. ¿Y hacia donde se dirige la turba? Hacia el objetivo. Hacia el débil. Hacia quien sienten que pueden derribar, por la fuerza misma de la multitud, sin tener en cuenta las consecuencias de sus actos. A fin de cuentas, quien se suma a la turba, es porque cree que la inteligencia de la mayoría no puede errar; si todos piensan de la misma manera, ¿cómo podría ser que estén equivocados? O peor aún, si todos piensan de la misma manera, ¿no seré yo el próximo objetivo si me niego a sumarme al entusiasmo generalizado? Internet no ha creado la miseria moral, sólo ha amplificado la vieja costumbre del linchamiento.
Charlie Brooker lo sabe. No por nada, es un optimista al cual el mundo insiste en pegarle de puñetazos en la cara. Por eso Hated in the Nation, lejos de ser una oda tecnófoba, es, al mismo tiempo, una brillante reflexión sobre los límites de la opinión y sobre los límites de la identidad. En otras palabras, es una reflexión política.
Reflexión, que no sátira. Donde nos hemos acostumbrado que de política siempre se habla en tono jocoso o grandilocuente, sin concebir un punto medio donde se pueda abordar desde el campo de batalla sin rendirle pleitesía —ya que, inclinarse ante la política, es aceptar una inviolabilidad de la misma que permite, por ejemplo, criminalizar manifestaciones frente al congreso — , Brooker decide calzarse las botas para no ser ni solemne ni satírico. Incluso si es serio y humorístico. Porque el último episodio de la tercera temporada es, por un buen motivo, un procedimental que nos permite entrever la lógica de la sociedad contemporánea.
Para entender la razón habría que entender que el episodio se circunscribe en un constante juego de polarización. De oscilación entre dos polos opuestos. Ese juego es evidente en el eje central del episodio — Karin Parke, la reticente ante la tecnología, tiene por compañera a Blue, la exforense tecnológica, del mismo modo que detrás del villano aparente, la turba de Internet, hay otro villano, Garrett Scholes—, pero está ahí en todos los niveles. Internet vs. «Mundo real». Corporaciones vs. Gente de a pie. Gobiernos vs. Ciudadanos. Todo al final se acaba articulando en una espesa red de relaciones en la que existe siempre una oposición binaria en la cual, de algún modo, todos los involucrados acaban cumpliendo el papel que el espectador espera de ellos.
Pero no es eso. O no sólo. Es también un sutil caballo de troya con el que Brooker quiere reflexionar sobre los límites de la identidad. De la opinión. De qué somos, cuándo lo somos y por qué. Porque, si todos vestimos máscaras, ¿es nuestra opinión lo que define nuestra identidad?
Ahí reside el verdadero núcleo del episodio. En la imposibilidad de articular un discurso binario. Todo cuanto ocurre parece darse por puro acto de contraposición, pero lo es sólo en la medida que queramos verlo así. Karin Parke no es tecnófoba como Blue no es tecnófila; la turba de Internet son víctimas y culpables de varios asesinatos como Garrett Scholes es quien crea las herramientas para provocar varios asesinatos que después usa como coartada moral para asesinar a quienes usaron esa herramienta; Internet se camufla en el mundo real, las corporaciones trabajan para el gobierno y los ciudadanos no se quejan. Si queremos creer que aquí hay alguna clase de binarismo chusco de patio de colegio, nos hemos equivocado de historia.
Et voilà! Aquello que parecía un mero exploit al estilo de los policiacos de la BBC, estética incluida —algo que, por desgracia, acaba lustrando su excelente guión — , se convierte en una reflexión sobre los límites del control.
¿Y por qué del control? Porque los límites que se desdibujan son los límites mismos. La posibilidad de controlar los límites. De crear taxonomías. Porque una mujer responsable, con un buen trabajo y que jamás haría daño a nadie, cree lógico amenazar de muerte a alguien, porque lo que ocurre en Internet no es de verdad, desdoblándose, en apariencia, en dos personas distintas: la mujer responsable y la psicópata peligrosa. Pero no es cierto. Esa persona es la misma persona en Internet y en el mal llamado mundo real. Y en ese gesto, en esa imposibilidad de reconciliar ambas imágenes de la misma persona, salta por los aires toda posibilidad de clasificar todo en factores binarios.
Izquierda o derecha. Luz u oscuridad. Hombre o mujer. Cielo o tierra. Realidad o ficción. Todo binarismos puestos en cuestión, violados de forma inmisericorde por las mejores mentes de nuestra época, pero que nosotros seguimos usando hasta el ridículo para intentar crear un orden inexistente. Una simplificación del mundo que sólo sirve para lacerar nuestras identidades.
Por extensión, no trata de Internet. Trata de lo que ocurre cuando se juntan la suficiente cantidad de personas como para que deshumanizar al otro no tenga consecuencias. A fin de cuentas, ¿lapidar a alguien vía Internet porque ha hecho algo que no nos gusta no es una forma como otra cualquiera de bullying? La mentalidad de matón de colegio, esa forma de pensar que se escuda en el «él sabe que estoy bromeando» para ocultar una absoluta ausencia de empatía hacia el otro, hacia el que es diferente, en Internet alcanza una nueva dimensión. Una forma más refinada y pura de que, quienes se creen populares —o pueden generar una coartada de popularidad — , puedan generar linchamientos públicos que otros más débiles seguirán a pies juntillas.
De nuevo: popular vs. Impopular. Otro dualismo. Otra taxonomía. Y mientras no salta por los aires, mientras existe la idea de «yo estoy en un grado evolutivo superior a ti», todo sigue igual. Todo sigue en la perfecta circularidad angustiosa de un mundo hecho para el maltrato.
Entonces, ¿dónde queda la política? Soterrada, en el mensaje. Porque el episodio no deja de ser un procedural con subtexto político con un paratexto de instituto. No «de instituto» como insulto, sino literalmente de instituto: a lo que hace referencia de forma constante el episodio es al clásico caso del chico impopular, pero brillante, que sufre por el bullying y decide vengarse de forma absolutamente desproporcionada de quienes le hicieron eso. Salvo que aquí el chico impopular, lejos de coger dos uzis y liarse a tiros, tiene millones de abejas robóticas con las cuales emprender su trabajo sucio.
Abejas robóticas creadas por el gobierno. Una marabunta de cámaras creadas con el propósito de vigilar que «nadie cometa actos terroristas», pero que, como en el caso de las cámaras en los colegios, no sólo no impiden los tiroteos, sino que dejan impunes infinidad de pequeños casos porque «no son una amenaza para la estabilidad del país». O del colegio.
A partir de ahí es fácil seguir deshilachando referencias. Desde las más obvias, como Unabomber, hasta los conceptos más abstractos, como la imposibilidad de la existencia de cualquier forma binaria en tanto es una categorización interesada. Pero no vamos a sacar ahora a Foucault a pasear por el artículo. No cuando ya lo hemos hecho de forma (poco) soterrada. Porque en este caso, como en tantos otros, parte del encanto es descubrirnos reflejados en esa pantalla negra que nos da la peor imagen de nosotros mismos. Esa que nos negamos a ver, pero también tiene nuestro rostro.
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