La objetividad es una quimera. Saber apreciar aquello que somos, ser capaces de disociar nuestra imagen mental de nuestra imagen real, es un ejercicio hercúleo que no tiene ningún viso posible de triunfo; aunque queramos juzgar nuestra persona desde fuera, siempre estamos mediados por el reflejo que el mundo nos da de nosotros. La única persona que nunca podremos llegar a conocer del todo somos nosotros mismos. Eso no excluye que el gesto más habitual por las mañanas sea mirarnos en el espejo, que por las noches sea pensar cómo nos ha ido el día, que nos siga sorprendiendo cada día hasta donde somos capaces de llegar o en que puntos nuestra ética se desmorona cuando creíamos que podríamos ser fuertes. Saber algo no significa haberlo interiorizado, ni siquiera que sea posible hacerlo. ¿Y qué ocurre cuando lo que somos y lo que imaginamos ser no sólo divergen, sino que no se corresponden en absoluto? Que nuestra visión del mundo está completamente rota.
Abordar una obra polimórfica como El doble, que no puede interpretarse desde un sólo prisma, nos hace correr el peligro de reducir su auténtica dimensión explosiva por no saber abordar todas sus dimensiones al mismo tiempo. Es una cuidada obra de ingeniería, una bomba difícil de manipular. La historia de Yákov Petróvich Goliadkin, un introvertido funcionario del estado ruso incapaz de aceptar que las apariencias no hacen al hombre —ya que por más que se vista de alto dignatario, sigue siendo un gris funcionario de salario exiguo — , podría ser interpretado como el fracaso de una personalidad débil ante una sociedad jerárquica rayana la enfermedad, pero no estaríamos siendo exactos. También podríamos pretender ver que es la historia es un esquizofrénico, un hombre partido en dos por la decepción del verse despreciado en medio del cumpleaños de la hija de su jefe, pero nos quedarían algunos hilos sueltos. A lo mejor es en realidad la historia de un doppëlganger, una fantasía romántica colindante con la pesadilla, pero se perderían matices. Son las tres interpretaciones al mismo tiempo, incluso en aquellos puntos en que se contradicen entre sí.
Ninguna interpretación resultaría completa partiendo desde sólo uno de sus prismas. La posibilidad de que la contradicción aceche en el intento de conseguir hilarlos en común es parte del juego, porque en ningún momento encontramos nada que confirme o desmienta una teoría sobre las demás; como un todo coherente, sin inconsistente, permite abrirse hacia cualquiera de sus posibles interpretaciones sin desechar las demás por el camino. La contradicción interpretativa es parte inherente del juego artístico. En El Doble no encontramos sólo al personaje que resulta en todo idéntico al desgraciado Goliadkin, sino también al doble —irreductible, fantasmático e imposible— de la novela misma. Poseen la misma forma, comparten todo aquello que son a primera vista, pero su contenido no podría ser más distinto.
Goliadkin Sr. es introvertido, distante, huraño; siempre está defendiéndose de acusaciones infundadas, atacando al prójimo defendiéndose de supuestas afrentas que no se han cometido, en una demostración de nihilismo tan competente, tan perfecta, que podemos oír en sus palabras los ecos de cualquier adolescente que cree que el mundo le debe algo por haber nacido, por (creer) ser superior a todos aquellos que le rodean — Goliadkin Jr. es extrovertido, cercano, sociable; siempre está creando algún tipo de vínculo con sus allegados, buscando afianzar su posición como El Tío Majo®, buscando lograr con ello (intencionadamente o no, ya que es algo dado a la interpretación) ocupar una posición privilegiada dentro de la sociedad estamental rusa. Ambos son idénticos, ambos son diametralmente opuestos. Lo único que podemos interpretar con seguridad es que el segundo Goliadkin es una emanación diametralmente opuesta del primero, lo que éste hubiera querido ser e intenta hacerse ver como lo que es. Todo lo demás iría variando según la postura que asumamos.
Si aceptamos que es una víctima, entonces tendríamos que considerar que de principio a fin no hace nada más que ejercer dos papeles al mismo tiempo: Goliadkin Jr. es una emanación mental de Goliadkin Sr., una parodia de todo aquello que desearía ser. Es una ensoñación o un conflicto interno, pero en ningún caso una figuración real de sí mismo. Si variamos ligeramente la interpretación anterior, llegamos hasta la esquizofrenia; el doble no sólo existe en exclusiva en la mente del protagonista, sino que también lo cree físicamente real. En ese caso nos encontramos ante un caso de disociación de la personalidad y, en tal caso, no es nada más que una ilusión. ¿Y si habláramos de un doppëlganger? Entonces sí: es un trepa, un criminal, un peligro público. ¿Cuál es el problema? Que como podemos ver en la acumulación constante de argumentos al respecto de la relación entre ambos personajes (que son uno, que son dos en uno o que son dos, respectivamente) no existe ninguna contradicción, porque aunque son interpretaciones diferentes todas arrojan el mismo subtexto común. En último término, mantener el orden en la sociedad burocrática-estamental está por encima del bienestar individual de las personas.
También su final ve iluminada su genialidad sólo cuando consideramos la triple interpretación como la única posible. Todos los congregados en la fiesta se despiden con gesto preocupado de Goliadkin, al cual un hombre arrastra al exterior —y, posteriormente, hacia el psiquiátrico — , pudiendo interpretar ese gesto de tres posibles maneras: de forma irónica (sociedad corrupta), de ninguna forma ya que sólo existe en la cabeza del narrador (esquizofrenia) o de forma sincera ya que el doble les ha demostrado que su comportamiento es enfermizo (doppëlganger). El destino de Goliadkin es inequívoco, lo que cambia es cómo interpretamos que llega a él. La causa de que acabe en el psiquiátrico, si es o no es justo su internamiento, se enfrenta ante un hecho común insoslayable: la jerarquización absoluta de la vida social le ha condenado.
Nada importa el individuo, abandonado en una marisma donde lo único relevante es mantener la paz social. Es evidente que nuestro protagonista se condena a sí mismo intentando navegar contracorriente en una sociedad enferma, pero divergir, por extravagante que sea tal divergencia, no justifica la enfermedad social: pesa más la estabilidad del sistema que el bienestar de las personas. «El clavo que sobresale acaba siendo martilleado» —dice un antiguo dicho popular japonés. Ese es el problema. La sociedad de control es tan antiguo como el hombre, no nació ni con Kafka ni con Foucault; al final el hombre incómodo es aislado, exiliado e ignorado. ¿Goliadkin es un loco o lucha por la justicia? No importa cuál es la respuesta, porque la consecuencia es la misma: convertirse en una víctima.
El doble es una novela brillante y bella, triste y enfermiza; el doble de sí misma por partida doble, incluso allá donde no lo parece. Pero, del mismo modo que Goliadkin es la misma persona incluso cuando son dos, El doble es la misma novela incluso cuando es dos novelas donde cada una de ellas pueden ser dos. Por eso es brillante y bella, por eso es arte. Porque donde lo triste y enfermizo continúa y cualquiera podría haberlo retratado, sólo Dostoievski consiguió hacerlo también brillante y bello.