Es duro pasarte toda la vida haciendo lo que debes. Ser simpático con los desconocidos, intentar no juntarte con malas compañías, no excederte nunca; estudiar algo útil, no hacer ninguna estupidez, encontrar la persona adecuada con la que formar una familia; tener un buen trabajo, una buena casa, unos buenos hijos. Es duro porque, además, sólo hace falta un pequeño desliz para que todo eso acabe desapareciendo. Para que toda una vida de «hacer las cosas bien» acabe con nosotros en la calle, sin amigos ni familia, por la decisión unánime de que eres «una persona incorrecta» por un momento de debilidad o un error inevitable. Por no ser, en un requiebro imposible, un ser absolutamente perfecto.
A pesar de todo, eso no nos impide intentarlo. Intentar ser perfectos. Y lo peor de todo es que, entre apariencias y sonrisas falsas, entre esas tres, cuatro o cinco decenas de fotos que nos hacemos hasta sacarnos la selfie perfecta para rascar un par de likes más o ese darle vueltas durante un par de horas a ese chiste tan ingenioso que puede que por fin nos retuitee una tuitstar y nos granjee un puñado de nuevos followers, se nos olvida algo mucho más importante. Se nos olvida tener una vida. Ser nosotros mismos.
Nosedive retrata esta idea situándonos en un mundo donde la sociedad ha empezado a ordenarse a través de una app que nos permite puntuar cualquier interacción con otro ser humano en una escala numérica del uno al cinco. Representada por estrellitas. Colores pastel. Esa sutil gamificación que busca crear un entorno agradable, empalagoso, por el cual de ganas no sólo de navegar, sino permanecer. Estar allí de forma permanente como forma de vida.
Eso implica también que trata sobre la pertenencia a cualquier clase de grupo humano. Sea toda una sociedad informatizada (como la que representa el episodio en su totalidad) o sólo un pequeño grupúsculo con su propia cultura dentro de una comunidad mayor (como lo son los otakus protagonistas del segmento más desternillante del episodio). Porque de ahí nace el conflicto principal del episodio. Cualquier error, cualquier desliz que nos lleve más allá de lo que los otros consideran las coordenadas lógicas de comportamiento, nos condenará, necesariamente, al ostracismo. A no ser respetados. Porque la razón por la que tememos a los otros no es por su otredad, sino por cómo nos reflejamos en ellos, cómo si les dejamos acercarse, pueden llegar a hacerlo tanto como para hacernos daño.
¿Por qué dar like, cinco estrellas o cualquier otro distintivo de aprobación social, como una sonrisa profesional, como protocolo básico de comportamiento? Porque, como nos muestra Nosedive, lo contrario es estar abierto a que nos puedan hacer daño. A no vivir en la burbuja de perfección (y protección) de la que se jactan de estar viviendo los demás.
Eso explica la estética del episodio. Colorida y simpática, cuasi Mr. Wonderful, siguiendo la agenda cuqui incluso en sus momentos más áridos y tenebrosos. Porque, ya sabes, sonríe, que la vida vuela.
Para transmitirnos ese sentimiento de anuncio de comprensas sin comprometer su mirada crítica el episodio necesita fijarse en los pequeños detalles. Y lo hace de forma ejemplar. Desde el dependiente que considera que dar dos estrellas es natural cuando la interacción es inane, independientemente de que las normas sociales dicten otra cosa, hasta el intento de la protagonista de infiltrarse en la boda de su mejor amiga, con imágenes que parecen salidas de una versión haute couture de la guerra de Vietnam, todo el episodio tiene la estética y los giros amables de una comedia romántica pretendidamente femenina. Como si Bridget Jones, antes de aprender algo sobre sí misma, acabara siendo despedida, despreciada y su vida se fuera a la mierda por, precisamente, dejar de ser el prototipo de «mujer independiente». Algo que nunca ha sido.
Pero no es sólo eso. Si el episodio resulta brillante es porque la protagonista, esa Lacie con rostro de Bryce Dallas Howard, es humana. Demasiado humana.
Es fácil comprender su necesidad de escalar socialmente. No se siente forzado o absurdo. Es lo que hacemos todos en mayor o menor medida. Como destriparía de forma brutal Guy Debord en La sociedad del espectáculo, nuestra sociedad se funda en la insatisfacción permanente de nuestros deseos, pues ese es el único modo de mantenernos consumiendo. Si se nos bombardea de forma constante con otras posibilidades, otros consumibles, esos servicios premium a los cuales aspirar con dinero o puntuación —que es, en última instancia, otra forma de dinero; moneda social, no económica — , nunca estaremos satisfechos con lo que tenemos. Y en ese estado de insatisfacción permanente, aspiraremos siempre a más sin ser capaces de ver aquello que ya tenemos.
O aquellos. Porque si hay una pieza clave en el episodio ese es Ryan. Con una valoración por debajo de los cuatro puntos, Lacie siente que vivir con él, con su hermano, está lastrando su progreso vital. El aumento de su propia puntuación. De ahí que busque desesperadamente vivir sola, que es el conflicto principal de la historia: su incapacidad para aquello que ya posee y atesorarlo con cariño. Porque ahí radica la diferencia entre los hermanos. Mientras él la quiere, es capaz de verla y disfrutar de las pequeñas cosas de la vida —los videojuegos, el amor por su hermana — , ella no puede expresar esa reciprocidad, no es capaz de verle ni disfrutar de nada en particular —como demuestra, nada más comenzar, al escupir en vez de comerse el trozo de galleta que le sirve para subir una foto cuqui a las redes sociales.
Toda la tragedia se sustenta sobre el hecho de que Lacie ya lo tiene todo. En que su burbuja es una inagotable fuente de deseos. En vez de conformarse, vivir con aquello que la satisface como hace su hermano, ella necesita algo más, siempre algo más. Hasta que estalla la burbuja.
A esa construcción dramática ayuda sobremanera un invitado especial: Max Richter. Sus composiciones, basculando de forma sutil entre la melancolía nostálgica y una belleza tan delicada como frágil —ya que su melancolía se perpetúa de forma constante, de modo circular, sin desembocar en ninguna clase de catarsis — , nos permiten adentrarnos en la historia porque, de forma sutil, actúa de pegamento entre las dos formas del episodio. El anuncio de compresas y la crítica ácida. Ambos aspectos primordiales de la estética de Black Mirror, aunque tienda a recalcarse más lo segundo. De ahí que pueda saltar de esa melancolía sutil hacia un caos de samplers capaces de inundar la escena para componer, narrativamente, un musical descenso a los infiernos.
Porque ahí radica la esencia del episodio. Esa pequeña historia del individuo intentando integrarse en una masa deshumanizante que le lleva a hacer pequeños actos y concesiones que (en el fondo) no desea hacer, desdibujándose cada vez más en un fondo sin sentido. Hasta que todo estalla. Hasta que nos remitimos a Kafka. Sólo que aquí, en vez de comenzar en la conversión en insecto —en paria, en monstruo, en algo «no adecuado» — , comienza en la búsqueda de un ascenso social que se antoja imposible. Que requiere que aquellos que están por encima de nosotros nos den su consentimiento. Y dada esa obsesión por mejorar, acabar descubriendo cómo se puede acabar cayendo a los abismos sólo por tener un mal día. Por no haber logrado tener una máscara perfecta todo el tiempo.
Con todo, es inevitable sonreír al final del episodio. Entre lágrimas, pero sonreír. Porque sólo en el fondo, en la no-aceptación de las normas y la conversión en una paria, Lacie tiene la posibilidad de encontrarse a sí misma. De verse reflejada en los otros. Cuando deja de temer que puedan hacerle daño, darle una mala puntuación —o explicitando la metáfora, cuando deja de temer que si se abre estará siendo emocionalmente vulnerable — , es cuando por fin se descubre ante la posibilidad de la satisfacción. Y en ese intercambio de insultos final, donde no teme las consecuencias ni las malas puntuaciones, se descubre a sí misma en la sonrisa de esa persona desconocida que tampoco tiene nada que perder. Se descubre finalmente en los otros.
Eso nos debería hacer pensar. ¿Cuándo fue la última vez hicimos algo sólo por el puro placer de hacerlo? ¿Que nos acercamos a alguien que queremos e hicimos algo por él o ella sólo para poder hacer que se sintiera un poco mejor? ¿Y que dijimos que algo nos gusta (o nos disgusta) sin pensar en el que dirán o la reacción de los demás?
Cuándo fue la última vez que hicimos todas esas pequeñas cosas que hemos acabado rehuyendo en favor de la aprobación social.
Porque eso es la vida. Porque eso es Nosedive.
Con todo, tengo la sensación que en «Fifteen Million Merits» había mas verdad.
Que ese final de «ser incapaz de escapar de la espiral» decía algo mas que el final de Nosedive. Que no hay salida posible, ni catarsis, ni hostias.
p.d: Supongo que esa dinámica sentimental interacial que parece aspirar/querer la protagonista tiene mucho que ver con las pelis de Douglas Sirk o «Far from heaven» de Todd Haynes, ¿no?
A pesar de que me encanta, Fifteen Million Merits lo veo un episodio demasiado tramposo. Me explico. Donde Nosedive pone todas las cartas sobre la mesa, te hace saber desde el principio lo que puede ocurrir potencialmente —tenemos varios ejemplos de personas que han encontrado la felicidad escapando de las imposiciones sistémicas — , en Fifteen Million Merits no lo hace, pues lo único que hace es apilar giro tras giro sacándose de la manga un es imposible ganar. Que puedo entender que guste más por el subtexto que ello implica, porque es más desesperanzador —que no, al contrario — , pero no me subo a ese barco. Especialmente porque cierra la posibilidad de la catarsis: si no hay posible catarsis, tampoco hay razón alguna para superarse. Por extensión, sí hay catarsis. Porque adaptarse al sistema es, allí, una forma de victoria moral. O lo que es lo mismo, no es más desesperanzador, sino reaccionario.
En la aspiración sentimental interacial no había pensado. Supongo que sí podría pensarse de ese modo, pero también, poniéndonos retorcido, como un deseo post-colonial: el negro como objeto de exotismo erótico. En cualquier caso, no sé hasta que punto no sería forzar la propia tesis del episodio. Tendría que pensarlo.