Los hombres de la Edad Media
tenían en gran aversión y aborrecimiento
al mar, «reino del Príncipe de los vientos.»
Así nombraban al diablo.
Jules Michelet
Aunque podría dar la impresión de ser un tema menor dentro del ámbito cultural, el del amor quizás sea el más urgente con el que cualquier artista o pensador debe acabar enfrentándose por necesidad en algún momento de su carrera. Ninguno renuncia a plasmarlo, quizás porque aúna en él todo aquello que conocemos sobre el mundo: la vida, el arte, la pérdida, la muerte; la magia como un momento de la existencia, la eternidad como un tránsito hacia el corazón del otro. Nadie quiere perderse un tema tan candente. No sólo por su potencia simbólica, sino también por la imposibilidad de rehuir la posibilidad de contenerla; donde no hay amor pesa su ausencia, e incluso quienes no lo han conocido jamás saben que del agujero causado por su ausencia emana algo que para ellos no puede ser bueno.
Afirmar que Marlon Dean Clift ha dedicado su carrera a explorar los límites del amor romántico, o del desamor si queremos por concretar ser más difusos, sería como afirmar que lo mismo hizo cualquier otro artista que puede afirmar haber vivido: ningún hombre desoye del amor, ni siquiera para odiarlo. Este último, no es el caso. A través de Between The Devil And The Deep Blue Sea lo que encontramos son los arrullos drone ya clásicos del artista, acompañados de una mayor profusión sistemáticas de guitarras folk tímidamente expuestas entre distorsiones; con la desaparición de lo vocal en buena parte del proceso, aunque no por ello ausente —tomemos como ejemplo To Wither, donde refuerza las reminiscencias post-rock, à la Sigur Rós, cargando tintas sobre una suavizada linea vocal — , nos queda el rumor del oleaje restallando con suavidad a los pies de un puerto al cual nada importa. Es triste, pero esperanzador; fluyendo más allá de los sentimientos inmediatos, el mar como algo más grande que sí mismo inunda los corazones de los hombres, quienes suplican o vitorean por su gracia.
«Nadie puede tener la gracia del mar, ya que es un ente inanimado» —dirá aquel que entiende la existencia como una sucesión de acontecimientos físicos que a nadie atienen. Como si él no temiera al desamor o la muerte. Lo que explora Marlon, es aquello: el mar como metáfora del amor, el profundo mar azul como aquello inalcanzable e inaprensible que siempre está más lejos de nuestras expectativas, de allá donde somos capaces de llegar. En el mar, como en el amor, uno se debe dejar arrastrar; nadar contracorriente sólo sirve para morir.
A través de sus títulos, de sus letras, todas plagadas de destellos marítimos —tómese como referencia la más brillante, no sólo por triste, de todas aquellas frases: Please be there / Before I wither—, desarrolla una cosmovisión donde el mar es el amor, el lugar donde se encuentra todo por cuanto se nace y se muere; sus drones, sus guitarras distorsionadas, sus pálidos destellos de tintes kraut, refuerzan la impresión al sumergirnos en un todo extraño y difuso: como en el mar, apreciar sus infinitos matices corresponde a pararse, escuchar con ojos y oídos y manos y huesos hasta dejarse calar por el corazón colonizado en el mar. Desgranarlo canción por canción, en vez de como conjunto, se torna imposible; no cabe duda de que I’m Still Here, With So Much To Give es el canto de un hombre derrotado por sus tonos apagados y estirados, en su lamento casi eclesiástico, del mismo modo que The Birth of Solitude resulta un momento de descubrimiento amargado a través de la misma técnica, sólo que insinuando los ecos de unos fantasmas del pasado en forma de diferentes capas de sonidos superpuestos, lo cual no excluye que sea imposible compartimentarlo: todo momento lo es de una historia común, dirigiéndose a un punto específico, careciendo de sentido separarlo en diferentes momentos de lo que es lo mismo.
Sólo el diablo podría hacerlo. Diablo en sentido bíblico, bíblico en sentido interpretado, donde no es tanto el mal absoluto o evocación divina tanto como las decisiones erradas de los hombres; ¿por qué en la edad media se considera el mar como reino de Satán? Porque quien se perdía en el mar, en lo sublime, en las grandes pasiones, tendía a dejarse arrebatar por el mal. O por la muerte. El diablo es tanto quien está detrás de las olas, quien entonces es la naturaleza (The Deep Blue Sea) como quien tienta al hombre para volver a tierra, a la cultura, a la racionalidad (The Devil). Dos elementos, la misma representación, ninguna confusión: en el trabajo de Marlon Dean Clift el diablo es aquello que nos arrastra lejos del amor, de nuestro deseo auténtico, en favor de una forma espuria de autoconvicción; como en Ottway’s Despair, la tristeza de aquello que ha cobrado forma en el mar (la música) se distorsiona a través de la razón (la letra).
Aquí está el corazón de la obra. Renunciar a las letras, salvo contadas excepciones, tiene una lógica instrumental incontestable para su arte: defender la música como medio legítima para expresar conocimiento, aunque sea de sentimientos, pero también para crear la dicotomía que defiende desde su título: se arroga en el mar, que hace ruido; renuncia al diablo, que convence con sus palabras. Eso lo convierte en un trabajo brillante.
Nadie puede renunciar al mar. En la imposibilidad de tal renuncia, es lógico que busquemos el modo de transmitir aquello que tenemos o se nos muestra esquivo; toda historia es una historia de amor, como toda historia de amor es una historia de fantasmas. No puede ser de otra forma. El amor se nos muestra a través del arte como lo que es, no con un explícito «oh, nena, cuanto te amo» del artista mediocre, sino mostrándolo a través del perfecto hilvanar una metáfora de aquello recobrado o nunca perdido; porque el amor, nunca es perdido. ¿Y qué ocurre cuando la metáfora no llega al otro, por interesado, imbécil o sordo? Que sólo queda la súplica, como To Wither, apelando al diablo para intentar hacer conectar al otro con lo que es, todavía, propio del mar.