Aunque ya por el hecho de haber nacido venimos condicionados por nuestra herencia genética, los límites de nuestro ser los definirá de forma más prominente nuestro entorno que cualquier condicionamiento primero que podamos haber arrastrado. No es lo mismo nacer seriamente limitado emocional o mentalmente en una familia pobre que en una familia rica, sin hacer distinciones si su riqueza reside en experiencias, conocimiento o dinero. Nuestra manera de abordar el mundo cambiará según la conjugación de todos los factores posibles, no sólo por nuestro género, religión o clase. A fin de cuentas no existe un relato objetivo de los acontecimientos del mundo, ya que todo lo que percibimos pasa primero por el filtro de nuestra idea de lo que es el exterior; en tanto que ni podemos saber lo que piensan los demás ni la naturaleza tiene intencionalidad alguna, todo aquello que nos sucede tenemos que interpretarlo siguiendo los patrones de aquello que ya conocemos de antemano. Lo que nuestra experiencia nos diga que es lo más probable que signifiquen esos acontecimientos.
No ha existido nunca un sólo día que no fuera el fin del mundo. Todos los días alguien se encuentra desahuciado repentinamente de lo que siempre había dado por hecho, de lo que no cambiaría nunca. No en su caso, al menos. Sólo hace falta un desafortunado giro de acontecimientos para quedarnos sin nuestra familia, nuestros amigos, nuestro empleo, nuestra casa o nuestra pareja, si es que no de varias o todas esas cosas al mismo tiempo; una catástrofe natural, un accidente, un acto criminal, la mera casualidad: todos ellos pueden dejarnos en un estado de desahucio físico, pero también existencial, De eso trata Himizu. De lo que ocurre cuando el fin del mundo ha llegado, pero la vida sigue. Qué ocurre cuando descubrimos que no existe ningún final posible salvo la muerte, que incluso entonces no es el final porque el mundo continuará estando allí —sin nosotros, sin los otros, pero sin borrar el vacío que hemos dejado — , que lo único que puede cambiar en cada ocasión es el orden de las cosas tal y como han sido hasta el momento.
En la película se nos narra la vida de Yuichi Sumida, un joven obcecado en llevar una vida normal como la de cualquiera de sus compañeros de clase. Incluso cuando el mundo le niega cualquier posibilidad de hacerlo. Primero porque su madre le abandona a su suerte, después porque su padre es un alcohólico adicto al juego que sólo aparece por casa para pedirle dinero y exigirle que pague sus deudas; nada mejora cuando un puñado de personas afectadas por el reciente tsunami le piden poder acampar en su terreno. Tampoco cuando Keiko Chazawa, una de sus compañeras, comience a seguirle hasta el punto de decidir unilateralmente que deben estar juntos. El fin del mundo ha llegado, pero la vida sigue.
En japonés, himizu significa topo. Existen personas nacidas para ser topos, para ser indistinguibles de la tierra circundante. Difíciles de avistar, confiando en su sensibilidad más que en sus sentidos, solitarios, abandonados en un mundo hostil, todo lo que pueden hacer es escarbar en la tierra e intentar sobrevivir alimentándose de animales más pequeños que ellos, de los deshechos de otras criaturas o de sus propias crías si son incapaces de encontrar alimento. Su existencia es gris, teniendo que vivir al margen de todo ante la imposibilidad de integrarse dentro de un cosmos que les resulta en todo ajeno; ni ellos pueden comprender lo que sienten ni los demás pueden hacerse visibles para ellos. Están ciegos al mundo, no reconocen nada de lo que ocurre. Viven a través del frío tacto de la noche perpetua, del mundo lacerando su carne. ¿Pero nacen topos o las circunstancias del mundo los convierte? Sumida sólo quiere tener una vida normal, pero no puede tenerla. El problema no es haber nacido, sino que haber nacido en una familia de topos ha reducido toda posibilidad de existencia a la de un topo.
Todo transcurre en medio de las consecuencias de un tsunami, cuando la familia de topos acaban teniendo por vecinos un grupo heterogéneo de personas que lo han perdido. Personas para quienes el fin del mundo ha llevado, pero la vida sigue. La vida sigue después de un tsunami, de una catástrofe nuclear, después de que la naturaleza decidiera destruir todo lo que tenían sin ninguna razón, teniendo que enfrentarse con la terrible realidad de seguir vivos. Vivos en un mundo hostil capaz de convertir en «pasado» lo que era «presente» hasta hace un instante; un mundo en el cual la única constante vital es la muerte, la pérdida y la entropía. Pese a todo se levantan, se sacuden el polvo y el barro y lo primero que hacen es pedir ayuda, depender de la mano de Simida para poder recuperar el control de sus vidas. Pero para Simida nada ha cambiado, no en lo sustancial. Tal vez las cosas vayan a peor, tal vez el mundo le lleve hacia las puertas del suicidio, pero para él no ha cambiado nada en lo sustancial: ahora tiene vecinos, personas que se preocupan por él, pero un topo no espera depender de nadie. Siempre que ha llorado pidiendo ayuda se han reído de él o le han hecho más daño, por lo cual ha concluido que llorar pidiendo ayuda no sirve para nada.
Si durante buena parte de la película Sumida está cubierto de barro no es sólo porque regente la tienda de alquiler de barcas de sus padres o que viva al lado del río, sino porque es un topo: no puede quitarse de encima la suciedad, el mundo arrollándole una vez tras otra. Ni siquiera cuando se sumerge en el río logra eliminar la mugre, porque nadie lo ha limpiado después de tsunami y ahora no es nada más que un lodazal. Ni siquiera existe la posibilidad de renacimiento. Sólo queda la muerte, la absoluta certeza de que todo cuanto puede ocurrir es que su vida sea cada vez más miserable, fría y brutal, hasta que un día se acabe, haga lo que haga para evitarlo.
Salvo porque un topo no nace topo, sino que llega a serlo. Tiene a sus vecinos. Tiene a Keiko. He incluso considerando que lo que hace Sion Sono sólo puede calificarse como terror, un auténtico descenso hacia el infierno cotidiano en el que viven millones de personas, existe un último rayo de esperanza una última lluvia purificadora: poder llorar pidiendo ayuda. Ser tan fuerte como para pedir ayuda. Y sólo entonces, tal vez, en medio del infierno, descubramos la mano de alguien que no sea un topo dejándose la piel para ayudarnos a salir, de una vez por todas, del barro primordial.
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