Aunque mórbido, el interés por la muerte es consustancial al carácter de ciertas personas. Ya sea por haber sido particularmente proclives a la enfermedad o los accidentes, por encontrar una belleza inherente en el hecho de la vida expirando de un cuerpo hasta entonces completo o por el simple hecho de la imposibilidad de dejar de pensar en la muerte por impulsos naturales que no pueden ser obliterados del individuo, existen infinidad de criaturas que viven la muerte, el terror y la violencia de un modo más cercano que el común de los mortales. En algunas ocasiones, de un modo romántico. No necesariamente en forma de amor, tampoco de su sexualización —aunque, como bien es sabido, existe una correlación inherente entre ambos conceptos; eros/thánatos: elementos correlacionados — , sino de pasión desaforada: la muerte como posibilidad impensable, como gesto que deja un poso difícilmente perceptible para aquellos que no sean almas sensibles.
Esa fascinación no sólo se da por la muerte literal, por aquellos que mueren o son asesinados de algún modo. A veces viene de la oscura belleza que irradian algunas personas, la actitud de víctimas perfectas que derrochan: porcelanosas muñecas cortadas, ojos vidriosos de cordero muerto, débiles pasos de un trote descompuesto. Rasgos de aquellos que siguen vivos nominalmente, que todavía no han conocido el íntimo beso del olvido, pero que de algún modo consiguen atraer las miradas de aquellos que son capaces de ver más allá de las personas, de observar la descomposición en el espíritu de cuantos les rodean; no necesariamente presas, no exactamente animales heridos, pero sí de algún modo todo ello al mismo tiempo. Poseen la belleza de la sangre espesa contaminado el aire, de los pulmones colapsándose por el esfuerzo, de los músculos desgarrados de huir en el último momento de destinos trágicos; tal vez ni siquiera huir, sólo salir escaldados: que se cansaran de ellos antes de acabar muertos. Son lienzos humanos, de ahí que en ocasiones el dolor, el tedio o el aburrimiento pese más que dar por terminada la obra.
Goth no es un descenso a los infiernos, es la mirada avisa a lo que ocurre en los puntos ciegos de la humanidad. Todo asesino que se va sumando a la galería de los horrores —o para ser exactos, del asesinato como una de las bellas artes— tiene una motivación detrás, un deseo sublimado al cual necesita dar salida, a través de alguna forma de acción criminal. No en todos los casos conocemos esos deseos. Intuimos que el mutilador que corta manos necesita contacto humano, que el que hace esculturas de mujeres físicamente parecidas ha hecho de su musa también su materia prima, pero nunca caen en el error de materializar en palabras sus motivos, salvo que en ellos recaiga la culpa por los actos cometidos: sólo necesita confesión aquel que se arrepiente, no quien siendo consciente de sus actos los celebra y asimila como propios.
Ni un sólo personaje de Goth está ahí para hacer algo que no sea buscar una forma de belleza a través de la cual explorar su propia condición humana, si es que no también la del mundo. Incluso quienes podríamos entender como víctimas. De los pocos que caen en este segundo grupo que tienen una entidad marcada, como son Yoru Morino y Kousuke, esa búsqueda viene marcada o bien por el trauma, por la muerte ajena, o bien por el amor, por su asesino, pero en cualquier caso viene denominado por aquello que comparten todos entre sí: la inocencia como primer paso hacia la autoconsciencia. Ningún individuo demuestra ser netamente corrupto, o ausente de cierto aire naïf al menos. Incluso después de asesinar o descuartizar o enterrar viva a una persona, existe un rasgo claramente inocente en su comportamiento, en la naturalidad con la que deciden coger la puerta e irse no sin antes despedirse de forma amistosa del protagonista —aunque la idea de «amistoso» puede pasar de un apretón de manos hasta un duelo a cuchillo — , apenas sin defenderse, admitiendo su derrota: no son monstruos inhumanos, son personas conscientes de sus actos que, a pesar de aceptarlos con naturalidad, no desean ser arrestados por escuchar a sus impulsos. Al menos, no la mayoría.
Ese impulso oscuro, ese enamoramiento de la belleza putrefacta de la existencia en descomposición, es lo que tienen todos en común. Incluso quienes no pasan de víctimas. De ahí que Yoru Morino sea víctima recurrente, pero también protagonista junto con Itsuki Kamiyama, porque ella es el único motor real de la acción, donde él no es nada más que el narrador que va precipitando los acontecimientos por el hecho de estar ahí para observarlos: su presencia es incómoda, fría y letal, pero la que realmente genera toda esa belleza es Morino. Ella, con sus venas cortadas, con su hermana muerta, con su belleza espectral y su actitud fría y distante, es la que permite hacer germinar la putrefacción alrededor de su presencia.
Es irónico que, en cierto sentido, Morino y Kamiyama sientan cierta pasión romántica el uno por el otro. Ella está enamorada de su psicopatía, de saber que en cualquier momento podría matarla, que está cerca de ella por ser consciente del frío hálito de podredumbre que esparce de manera inconsciente; él está enamorado de su belleza distante, de su fragilidad salvaje, de su inteligencia desarrollada sólo como una intuición que no ha terminado de concretarse en consciencia. Es horrendo de un modo precioso. No es una historia de abusos o violencia, sino de la poética búsqueda de un camino que no tiene ningún fin posible: el de la vida y los impulsos que nos hacen seguir avanzando, incluso si son esos mismos impulsos los que nos dirigen hacia el precipicio. Sea éste el de morir o matar que, como ya hemos podido comprobar, en realidad son uno y el mismo, amantes indistinguibles en su abrazo eterno.