Poética de la muerte enamorada. Sobre «Goth» de Kendi Oiwa
Aunque mórbido, el interés por la muerte es consustancial al carácter de ciertas personas. Ya sea por haber sido particularmente proclives a la enfermedad o los accidentes, por encontrar una belleza inherente en el hecho de la vida expirando de un cuerpo hasta entonces completo o por el simple hecho de la imposibilidad de dejar de pensar en la muerte por impulsos naturales que no pueden ser obliterados del individuo, existen infinidad de criaturas que viven la muerte, el terror y la violencia de un modo más cercano que el común de los mortales. En algunas ocasiones, de un modo romántico. No necesariamente en forma de amor, tampoco de su sexualización —aunque, como bien es sabido, existe una correlación inherente entre ambos conceptos; eros/thánatos: elementos correlacionados — , sino de pasión desaforada: la muerte como posibilidad impensable, como gesto que deja un poso difícilmente perceptible para aquellos que no sean almas sensibles.
Esa fascinación no sólo se da por la muerte literal, por aquellos que mueren o son asesinados de algún modo. A veces viene de la oscura belleza que irradian algunas personas, la actitud de víctimas perfectas que derrochan: porcelanosas muñecas cortadas, ojos vidriosos de cordero muerto, débiles pasos de un trote descompuesto. Rasgos de aquellos que siguen vivos nominalmente, que todavía no han conocido el íntimo beso del olvido, pero que de algún modo consiguen atraer las miradas de aquellos que son capaces de ver más allá de las personas, de observar la descomposición en el espíritu de cuantos les rodean; no necesariamente presas, no exactamente animales heridos, pero sí de algún modo todo ello al mismo tiempo. Poseen la belleza de la sangre espesa contaminado el aire, de los pulmones colapsándose por el esfuerzo, de los músculos desgarrados de huir en el último momento de destinos trágicos; tal vez ni siquiera huir, sólo salir escaldados: que se cansaran de ellos antes de acabar muertos. Son lienzos humanos, de ahí que en ocasiones el dolor, el tedio o el aburrimiento pese más que dar por terminada la obra.