la singularidad del arte se encuentra en sus espectadores
No existe nada en éste mundo que no esté mediado por la mirada que cada uno impregna sobre ello y, por ello, lo que para algunos puede ser insignificante y sin importancia para otros puede ser un tesoro más grande que El Dorado. Esto, que sólo vale para las apreciaciones humanas, lleva hacia el conflicto de que la realidad es súbitamente diferente para cada persona en particular; nadie ve las cosas exactamente igual que otra persona, porque las infiere para sí de distinto modo. Es por eso que sería absurdo de hablar del tedio de la cotidianidad como algo absoluto, como si la cotidianidad no conociera, en ocasiones, de una particular intensidad que sólo tiene lo común. Esto, que lo conoce extrañamente bien Bill Callahan, parece ser el motor principal de su primera novela, “Cartas a Emma Bowlcut”.
Con un estilo sencillo, sin florituras ni nada especial más allá de un excepcional sentido del ritmo, Bill Callahan va hilando una tras otra 62 cartas para Emma Bowlcut, una joven que conoció en una fiesta con la que nunca se atrevió a hablar. A través de las cartas nos abre las puertas de su casa, el lenguaje, a través del cual podemos vislumbrar como es éste protagonista embarcado en una cotidianidad fantástica. Sólo, aislado del mundo y sin intención de abrirse a él, nuestro protagonista ‑físico de profesión pero fanático del boxeo- intima exclusivamente a través de la correspondencia de la que, además, jamás vemos los homónimos de su correspondiente. De éste modo su única relación real es con un efecto físico, el Vórtice ‑el cual, por otra parte, recuerda a Ausencia de “Cuando Alice se subió a la mesa” de Jonatham Lethem-, el cual parece estar confinado en una ausencia perpetua en la que, a su vez, el protagonista puede auto-perpetuarse conjuntamente sin sentir el hecho de estar haciéndolo nunca.