Confesiones de una máscara, de Yukio Mishima
Descubrir quienes somos es una de las tareas más arduas que confrontamos en una vida definida por el temor que supone la posibilidad de no descubrirnos nunca, de no sabernos reflejados en un mundo que nos resulta esquivo. Lo que somos y lo que deberíamos ser muy rara vez van de la mano. Es por eso que la identidad se nos define en un baile de velos a través del cual aquello que se es acaba difuminado bajo la sombra de lo que debe ser; no sólo es que debamos asumir aquello que somos, sino que debemos hacerlo desde la inadecuación que supone serlo a partir de ocultarnos tras aquello que deberíamos ser. Nuestra identidad es lo que se oculta tras aquello que, una vez desvelado, pone en cuestión lo que la sociedad considera como normativo, como normal.
¿Qué es Confesiones de una máscara sino la búsqueda de una identidad que se muestra inasequible, ya que sólo puede permitírsela aquel a quien se le permita la extravagancia suma en el contexto de su tiempo? Narrándonos su infancia, todo lo que ocurre hasta bien entrado el final de la adolescencia, aquellos lugares donde se detiene para definir lo que es el fruto último de su conocimiento, lo más abstruso para sí: su propia identidad, son los que se le muestran como la extrañeza que le hace confrontar el mundo desde una cierta distancia; se nos presenta por todo aquello que no es, por lo que produce una obvia fricción con respecto del mundo por estar moviéndose a contrapelo. A contrapelo de las convenciones, de lo que según la sociedad es normal sentir o pensar. Por eso las confesiones de una máscara son aquellos pensamientos arraigados más allá de las convenciones, las disposiciones ocultas que definen el auténtico ser del joven Mishima — el desvelamiento de su ser se produce desde la máscara, desde aquello que la sociedad cree que es: la literatura, como su pseudónimo, actúa como máscara.