El superhéroe que ganó la gracia del mar

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Lobezno: Honor, de Chris Claremont

La fas­ci­na­ción que sus­ci­ta la idea de un Japón eri­gi­do por los con­cep­tos pro­pios de la obli­ga­ción so­cial y el ho­nor es­tá tan pró­xi­mo a la idea real del país en nues­tro tiem­po co­mo pue­de es­tar­lo la idea de España inun­da­da de ca­dá­ve­res por pe­ti­cio­nes de sa­tis­fac­ción en due­lo: in­clu­so aun­que la li­te­ra­tu­ra ha­ya ali­men­ta­do esa ima­gen luc­tuo­sa, no era la mo­ne­da de cam­bio co­mún ni si­quie­ra en tiem­pos le­ja­nos. Lo cual no sig­ni­fi­ca que, en úl­ti­mo tér­mino, no con­ten­gan un po­so de ver­dad. La idea del gi­ri, el con­cep­to de la res­pon­sa­bi­li­dad por el cual se prac­ti­ca un auto-sacrificio en fa­vor de la con­ve­nien­cia so­cial, es al­go que im­preg­na de un mo­do so­te­rra­do ca­da ins­tan­te de la vi­da de los ja­po­ne­ses; in­clu­so si la idea de ho­nor es­tá ri­dí­cu­la­men­te ob­so­le­ta, exis­te un savoir-faire que obli­ga a ac­tuar de un mo­do de­ter­mi­na­do más allá de los in­tere­ses per­so­na­les. Quizás por eso nos re­sul­tan tan pro­fun­da­men­te ex­tra­ñas las for­mas de fic­ción ja­po­ne­sas, o in­clu­so las ja­po­nei­za­das, no tan­to por su con­cep­ción del ho­nor co­mo por su con­se­cu­ción fé­rrea del gi­ri.

Chris Claremont po­dría con­si­de­rar­se en mu­chos sen­ti­dos el in­tro­duc­tor del gi­ri en el có­mic oc­ci­den­tal, pre­ci­sa­men­te por aque­llo que tie­ne de ob­se­sión en re­tra­tar el con­flic­to en­tre los de­seos y las obli­ga­cio­nes de unos per­so­na­jes, los su­per­hé­roes, que pa­re­cen me­dia­dos por un có­di­go de ho­nor im­plí­ci­to en su exis­ten­cia. Y en es­te sen­ti­do par­ti­cu­lar, el ca­so de Lobezno nos re­sul­ta pa­ra­dig­má­ti­co. Éste se nos pre­sen­ta du­ran­te la ma­yor par­te de Lobezno: Honor co­mo un ani­mal sal­va­je que, des­oyen­do to­das sus obli­ga­cio­nes, se de­ja lle­var por sus más ba­jas pa­sio­nes: ca­da vez que azo­ra­do por el amor, el odio o la cul­pa se ve arras­tra­do a la vio­len­cia, lo úni­co que ven en él los ja­po­ne­ses es una bes­tia sal­va­je in­ca­paz de res­pe­tar el pro­to­co­lo. El gi­ri es el prin­ci­pio esen­cial de co­mu­ni­dad pa­ra los ja­po­ne­ses, aque­lla fun­da­men­ta­ción su­brep­ti­cia que de­fi­ne el prin­ci­pio bá­si­co de lo hu­mano; quien no re­pri­me sus pa­sio­nes en fa­vor del bien so­cial, no es más que un ani­mal. Para en­ten­der su por qué, vea­mos lo que tie­ne que de­cir Yukio Mishima al respecto:

El ver­da­de­ro pe­li­gro no ra­di­ca sino en vi­vir. Claro es­tá que vi­vir no es más que el caos de la exis­ten­cia, y más aún: es el afán lo­co y erró­neo de ir des­man­te­lan­do ins­tan­te a ins­tan­te la exis­ten­cia has­ta ver res­tau­ra­do el caos ini­cial, y en­ton­ces, con la fuer­za que da la in­cer­ti­dum­bre y el mie­do ori­gi­na­do por el caos, vol­ver a re­crear ins­tan­te a ins­tan­te la exis­ten­cia. No hay co­sa más pe­li­gro­sa que esa. La exis­ten­cia, en sí mis­ma, no com­por­ta nin­gún mie­do, ni nin­gu­na in­cer­ti­dum­bre, pe­ro el vi­vir crea am­bas co­sas. Y, fun­da­men­tal­men­te, la so­cie­dad ca­re­ce de sen­ti­do, es un ba­ño ro­mano en el que to­dos se mez­clan. Y la es­cue­la, el co­le­gio, no es sino una so­cie­dad en mi­nia­tu­ra. Por eso nos es­tán dan­do ór­de­nes con­ti­nua­men­te. Un pu­ña­do de cie­gos nos di­ce lo que te­ne­mos que ha­cer, y ha­ce tri­zas nues­tras ili­mi­ta­das facultades.

¿Qué es el gi­ri se­gún Mishima? Es el con­trol fé­rreo so­bre las pa­sio­nes de las per­so­nas, anu­lar su te­rro­rí­fi­ca pe­ro ili­mi­ta­da ex­pe­rien­cia que su­po­ne la vi­da: las obli­ga­cio­nes so­cia­les son los gri­tos va­cíos de los hom­bres que han creí­do que los prin­ci­pios re­cons­trui­dos de su exis­ten­cia son uni­ver­sa­li­za­bles pa­ra to­dos los hom­bres. Lo úni­co que ha­ce el gi­ri es fun­da­men­tar la im­po­si­bi­li­dad de vi­vir, de de­jar­se lle­var por aque­llo que es real­men­te hu­mano —pues lo que cri­ti­ca és­te no es un com­por­ta­mien­to ex­ce­si­vo, sino el an­te­po­ner los sen­ti­mien­tos so­bre la idea de or­den so­cial — . No hay fun­da­men­to en él, só­lo obli­ga­ción he­re­da­da a tra­vés del cual con­tro­lar las vi­das pre­ten­dien­do mi­me­ti­zar las existencias.

Es por eso que el mé­ri­to de Claremont es con­se­guir lle­var a Lobezno más allá de su zo­na de con­fort, más allá de su ani­ma­li­dad, ale­ján­do­le de for­ma pro­duc­ti­va del gi­ri: pa­ra ser digno eli­ge de­jar de ser ani­mal pa­ra de­ve­nir hom­bre, a su vez re­nun­cian­do al de­ber so­cial. El mo­do a tra­vés del cual lle­ga a ser hom­bre es eli­gien­do lo que él co­no­ce co­mo más jus­to, in­de­pen­dien­te­men­te de lo que una so­cie­dad co­rrup­ta en­tien­da co­mo tal. Se per­so­ni­fi­ca co­mo jus­ti­cia di­vi­na. Y só­lo en es­te fun­dar­se en su pro­pio de­re­cho, en dar­se a sí mis­mo la le­gi­ti­mi­dad de sus pro­pios ac­tos de for­ma ex­ter­na a lo que la so­cie­dad cree que es lo más ade­cua­do, és­te se nos eri­ge ya no tan­to hé­roe co­mo in­di­vi­duo, pues só­lo a tra­vés de que es ca­paz de ele­gir cual es el fun­da­men­to de su vi­da, só­lo en tan­to des­tru­ye su exis­ten­cia pa­ra en­ten­der co­mo re­cons­truir­la, pue­de sa­ber­se au­tén­ti­ca­men­te hu­mano. Su vio­len­cia ya no es ani­mal por­que no se mue­ve por im­pul­sos, es una vio­len­cia di­vi­na por­que na­ce del co­ra­zón mis­mo de su con­cep­ción de una jus­ti­cia que na­ce de su ne­ce­si­dad de de­fen­der al ob­je­to de su amor. O, en pa­la­bras del pro­pio Lobezno:

La cla­ve no es­tá en ga­nar o per­der, sino en lu­char. Puede que nun­ca se­pas lo que eres, o lo que qui­sie­ras ser, pe­ro ¿có­mo sa­ber­lo si no se in­ten­ta? Es te­mi­ble, de acuer­do. Pero, ¿cual es la al­ter­na­ti­va? El es­tan­ca­mien­to. La for­ma más te­rri­ble de mo­rir, por­que ata­ñe al es­pí­ri­tu. Un ani­mal sa­be lo que es y lo acep­ta, un hom­bre pue­de sa­ber lo que es, pe­ro pre­gun­ta, sue­ña, se es­fuer­za, cam­bia… aprende.

Aquellos que si­guen el gi­ri son ani­ma­les pre­ci­sa­men­te por el es­tan­ca­mien­to en el que es­tán su­mi­dos, pues sa­ben lo que son y lo acep­tan. Un hom­bre es aquel que va más allá, que na­ve­ga en su pro­pia exis­ten­cia, que aun de­ján­do­se lle­var por el in­fi­ni­to pa­vor que sus­ci­ta en el co­ra­zón la idea mis­ma de la vi­da, es­tá arro­ja­do en me­dio de una exis­ten­cia que le es da­da y es lla­ma­do a aprehen­der; sin ojos, sin ma­nos, sin ce­re­bro: so­mos dan­za­ri­nes cie­gos en la no­che. He ahí que Lobezno só­lo de­vie­ne hu­mano cuan­do acep­ta la con­di­ción fluc­tuan­te de su pro­pia vi­da, pues el ani­mal es aquel que se cree más allá de los vai­ve­nes de su existencia.

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