Tekkonkinkreet, de Michael Arias
Aun cuando el arquetipo histórico de la lucha del bien contra el mal se nos presenta hoy como una forma narrativa obsoleta, es innegable que aun tiene un fondo a partir del cual se puede re-activar el juego. La polaridad bien-mal aun nos es muy próxima en la sátira, en las formas bastardas del humor, por aquello que tienen de extremo: sólo podemos asistir a la lucha entre héroes virtuosos y villanos infames si lo es desde la risa irónica; nos resulta inconcebible la posibilidad de volver al monocromatismo del mundo. El problema es que a pesar de todo seguimos pensando en extremos. Aunque nos resulta ridícula, cuando no directamente infantil, la idea de una lucha del bien contra el mal seguimos operando, de forma constante, con relatos que se constituyen como tal. Seguimos pensando en términos de buenos y malos, incluso cuando los buenos ahora son capaces de hacer cualquier cosa por lograr sus objetivos y los malos tienen justificaciones (inválidas para nosotros, para sus otros) más allá de su propia maldad. Nuestra ingenuidad no es sólo cínica, sino también irónica.
Cualquier interpretación que se haga de Tekkonkinkreet nos demostrará, ya desde un pormenorizado análisis de los nombres que en él se erigen, como todo está cimentado sobre las sólidas bases de una concepción dicotómica del mundo, propia de una tradición mítica clásica. Tekkonkinkreet no está lejos de La odisea o Viaje hacia el Oeste en sus pretensiones. El taciturno Kuro (Negro) y su inocente compañero Shiro (Blanco) se erigen como los reyes de Takaramachi (Pueblo Aventura) siendo conocidos como Nekos (Gatos); los protagonistas son el ying y el yang, la fuerza activa y reactiva, que sólo unidos se complementan para proteger una ciudad que es per sé el campo de aventuras de su mundo infantil, de su mundo de ágiles vagabundos secretos a la vista de todos. Sin embargo, su valor radica en usar las dicotomías sólo como punto de partida.
Esto no significa que la película se agote, ni muchísimo menos, en sus principios o allí hasta donde llega el manga. La labor de Michael Arias en éste caso parece ser retorcer la visión de ese mundo, buscar que cada aventura dentro de la aventura —cada acción, cada combate, cada resuello; cada acrobacia del guión que sigue manteniéndonos más allá de caer en el mero cliché— sea algo más que otro seguir avanzando en una historia cuyo final ya conocemos de antemano. Kuro y Shiro son el alma de una ciudad moribunda, una forma antigua de urbanismo, aquel tipo de barrio que surgía orgánicamente por el esfuerzo particular de los intereses y necesidades de los propios habitantes de su barrio; la multinacional, el excéntrico de fuera, el millonario, está destruyendo la ciudad y su espíritu auténtico a través de mercenarios clónicos, como centros comerciales o parques de atracciones, con el cual pretenden eliminar cualquier personalidad exclusiva que cada barrio haya visto impregnada en su momento. La epopeya en que se define Tekkonkinkreet es la historia de como nuestra relación con el mundo se debilita, como cada vez conocemos menos aquellos lugares que otro tiempo fueron nuestro hogar y ahora son sólo calles desconectadas entre sí. Tekkonkinkreet es la lucha contra la fetichización de la ciudad.
Por eso los elementos fantásticos están permitidos, tienen una lógica subyacente, pues Kuro y Shiro no son más que la representación de espíritu de las viajes ciudades: la violencia, la fiesta, el ruido, el estilo y la búsqueda de nuevos límites — Kuro; la cooperación, la familiaridad, la tranquilidad, la sencillez y la glorificación de lo familiar — Shiro. Es la historia de la oposición a la ciudad prefabricada. El espíritu de la ciudad lucha de forma desesperada contra los intentos de gentrificar su tierra, la ciudad auténtica, para convertirlo en un parque de atracciones del capital: centros comerciales, asfalto sobre asfalto y pisos más caros de lo que cualquier individuo podría pagar normalmente.
Saltan, flotan, vuelan, se desdoblan y van más allá de lo que es coherente: ellos son la ciudad. Pero por eso podemos entender que su espíritu es lo único que la anima, que sólo separarlos o matarlos puede provocar que desaparezcan, porque no existe lugar en el mundo que no puede ser desterritorializado de las fuerzas del capital; incluso si expulsan del barrio a Kuro/Shiro, ellos volverán tarde o temprano exigiendo re-apropiarse del mismo. Es algo lógico. Las ciudades, aunque desde hace mucho tiempo no sean más que un negocio, están hechas para ser habitadas y, por ello, las personas cada vez más vuelven a exigir sus derechos sobre ella: los barrios no los crea el ayuntamiento o las empresas, incluso cuando los edifican desde cero en un marasmo sin sentido de afectación monetaria, sino que los crean aquellos que los insuflan de vida y deciden apoyar aquellas causas que sienten como propias de la identidad de aquella tierra que llaman hogar: sus plazas, sus parques, sus tiendas; sus espacios secretos creados entre todos, por todos, para todos.
Kuro/Shiro son el inseparable corazón de todo aquel lugar que sea digno de ser llamado hogar. Ellos son el espíritu que se esconde tras la tierra horadada por décadas de tradición, costumbres y mitos que hacen que cada calle transpire por cada uno de sus ladrillos la afectación propia de aquel lugar que tiene una historia secreta que contarle a aquellos dispuestos a escuchar; son la verdad auténtica que algunos intentan sepultar a través de justificar la única verdad posible de lo cientifizable. Reivindicar la ciudad es, hoy más que nunca, la tarea revolucionaria de los hombres que se arropan en la fundación de sus propios mitos.