Sin juego de máscaras no hay desvelamiento del ser

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Confesiones de una más­ca­ra, de Yukio Mishima

Descubrir quie­nes so­mos es una de las ta­reas más ar­duas que con­fron­ta­mos en una vi­da de­fi­ni­da por el te­mor que su­po­ne la po­si­bi­li­dad de no des­cu­brir­nos nun­ca, de no sa­ber­nos re­fle­ja­dos en un mun­do que nos re­sul­ta es­qui­vo. Lo que so­mos y lo que de­be­ría­mos ser muy ra­ra vez van de la mano. Es por eso que la iden­ti­dad se nos de­fi­ne en un bai­le de ve­los a tra­vés del cual aque­llo que se es aca­ba di­fu­mi­na­do ba­jo la som­bra de lo que de­be ser; no só­lo es que de­ba­mos asu­mir aque­llo que so­mos, sino que de­be­mos ha­cer­lo des­de la inade­cua­ción que su­po­ne ser­lo a par­tir de ocul­tar­nos tras aque­llo que de­be­ría­mos ser. Nuestra iden­ti­dad es lo que se ocul­ta tras aque­llo que, una vez des­ve­la­do, po­ne en cues­tión lo que la so­cie­dad con­si­de­ra co­mo nor­ma­ti­vo, co­mo normal.

¿Qué es Confesiones de una más­ca­ra sino la bús­que­da de una iden­ti­dad que se mues­tra inase­qui­ble, ya que só­lo pue­de per­mi­tír­se­la aquel a quien se le per­mi­ta la ex­tra­va­gan­cia su­ma en el con­tex­to de su tiem­po? Narrándonos su in­fan­cia, to­do lo que ocu­rre has­ta bien en­tra­do el fi­nal de la ado­les­cen­cia, aque­llos lu­ga­res don­de se de­tie­ne pa­ra de­fi­nir lo que es el fru­to úl­ti­mo de su co­no­ci­mien­to, lo más abs­tru­so pa­ra sí: su pro­pia iden­ti­dad, son los que se le mues­tran co­mo la ex­tra­ñe­za que le ha­ce con­fron­tar el mun­do des­de una cier­ta dis­tan­cia; se nos pre­sen­ta por to­do aque­llo que no es, por lo que pro­du­ce una ob­via fric­ción con res­pec­to del mun­do por es­tar mo­vién­do­se a con­tra­pe­lo. A con­tra­pe­lo de las con­ven­cio­nes, de lo que se­gún la so­cie­dad es nor­mal sen­tir o pen­sar. Por eso las con­fe­sio­nes de una más­ca­ra son aque­llos pen­sa­mien­tos arrai­ga­dos más allá de las con­ven­cio­nes, las dis­po­si­cio­nes ocul­tas que de­fi­nen el au­tén­ti­co ser del jo­ven Mishima — el des­ve­la­mien­to de su ser se pro­du­ce des­de la más­ca­ra, des­de aque­llo que la so­cie­dad cree que es: la li­te­ra­tu­ra, co­mo su pseu­dó­ni­mo, ac­túa co­mo máscara.

Por más­ca­ra en­ton­ces no te­ne­mos que en­ten­der tan­to lo que ocul­ta la ver­da­de­ra iden­ti­dad, co­mo lo que li­be­ra la po­si­bi­li­dad de la mis­ma: la más­ca­ra de Kimitake Hiraoka es Yukio Mishima, su iden­ti­dad y su li­te­ra­tu­ra, y só­lo a tra­vés de esa más­ca­ra pue­de ser aque­llo que real­men­te es. Su más­ca­ra es lo que des­ve­la su ver­dad exis­ten­cial pro­fun­da. Todo aque­llo que Hiraoka no po­dría mos­trar­nos, des­de su ho­mo­se­xua­li­dad has­ta su re­crea­ción en la muer­te, es lo que de­fi­ne de for­ma par­ti­cu­lar­men­te exi­to­sa la ex­tra­va­gan­cia de Mishima; la más­ca­ra es lo que per­mi­te asu­mir una iden­ti­dad au­tén­ti­ca na­ci­da de la ex­tra­va­gan­cia. Por eso eti­mo­ló­gi­ca­men­te la más­ca­ra, mas-hara, es aque­llo que se de­fi­ne por ser «lo que él bur­ló», sáha­rá, aque­llo a tra­vés de lo cual se tram­pea la reali­dad pa­ra mos­trar­se en una im­pos­tu­ra, una fic­ción. A tra­vés de la más­ca­ra, ya sea la más­ca­ra «Yukio Mishima» o la más­ca­ra «li­te­ra­tu­ra», se pue­de ser aquel que se es real­men­te por­que es una fic­ción, por­que su ex­tra­va­gan­cia se con­si­de­ra aje­na al ca­non fác­ti­co de lo real; la más­ca­ra no ocul­ta, sino que des­vía el con­cep­to de la iden­ti­dad que se es­tá plas­man­do: la más­ca­ra des­ve­la una ver­dad, que es real en sí, que só­lo es asu­mi­ble en la ficción.

No hay más­ca­ra que no de­fi­na a la per­so­na, pues la más­ca­ra es aque­llo que no se po­ne en­ci­ma de la ca­ra, sino que sus­ti­tu­ye la ca­ra. O lo que es lo mis­mo, no po­dría­mos de­cir que Kimitake Hiraoka es­cri­bió Confesiones de una más­ca­ra por­que des­de el mis­mo ins­tan­te que se en­fun­da la más­ca­ra de Yukio Mishima, el úni­co au­tor de sus no­ve­las —y, en úl­ti­mo tér­mino, el úni­co del cual es­ta­mos vien­do plas­mar su iden­ti­dad— es el pro­pio Yukio Mishima. La más­ca­ra no es una fic­ción su­per­po­nién­do­se a lo real, es una fic­ción fil­trán­do­se en lo real. 

Kimitake Hiraoka fue aquel que pa­só to­da su vi­da re­pri­mien­do su de­seo por los hom­bres y la vio­len­cia, Yukio Mishima fue aquel que se va­na­glo­rió de sa­ber­se ex­plo­ran­do la be­lle­za de la san­gre flu­yen­do en las di­rec­cio­nes prohi­bi­das pa­ra el de­seo. Ahora bien, ¿no son aca­so el mis­mo in­di­vi­duo? No, por­que in­clu­so un mis­mo hom­bre pue­de al­ber­gar den­tro de él mul­ti­tu­des: Hiraoka era el hom­bre que la so­cie­dad re­que­ría pa­ra sí mis­ma, Mishima era la in­acep­ta­ble ex­tra­va­gan­cia que ne­ce­si­ta­ba su co­mu­ni­dad; nin­guno de los dos era más real que el otro, pues si don­de Hiraoka era más con­ve­nien­te pa­ra las dis­po­si­cio­nes pro­pias de su tiem­po, Mishima te­nía un va­lor ma­yor co­mo aquel que tras­cien­de su tiem­po fun­dan­do la po­si­bi­li­dad de una co­mu­ni­dad nue­va. Las con­fe­sio­nes de una más­ca­ra son los su­su­rros de una reali­dad que el mun­do no es­tá pre­pa­ra­do pa­ra acep­tar, sal­vo por­que en al­gún mo­men­to fun­da­rán mundo.

Pretender po­der di­lu­ci­dar quien era la iden­ti­dad au­tén­ti­ca del bi­no­mio Kimitake Hiraoka/Yukio Mishima, co­mo si no fue­ran una reali­dad in­di­so­lu­ble de su iden­ti­dad, se­ría el abs­tru­so mo­vi­mien­to que nos lle­va­ría an­te la in­ca­pa­ci­dad de en­ten­der la au­tén­ti­ca di­men­sión tras Confesiones de una más­ca­ra. No es po­si­ble di­lu­ci­dar cual es la iden­ti­dad au­tén­ti­ca, por­que am­bas son par­te de una mis­ma iden­ti­dad co­mún. Incluso cuan­do en­tra en con­tra­dic­ción, in­clu­so par­tien­do del he­cho de que la ex­pe­rien­cia vi­tal de Hiraoka/Mishima na­ce de esa opo­si­ción in­so­por­ta­ble, só­lo nos es po­si­ble com­pren­der su pa­ra­dó­ji­ca exis­ten­cia a par­tir de esa con­fron­ta­ción cons­tan­te con­tra sí mis­mo; él es tan­to el ho­mo­se­xual re­pri­mi­do que se de­ja arras­trar por el de­seo de efe­bos y vio­len­cia co­mo el hom­bre que bus­ca ra­cio­na­li­zar su con­di­ción a tra­vés de la obli­ga­ción de sen­tir­se aman­do mu­je­res. Porque in­clu­so sien­do ho­mo­se­xual, cuan­do ni sen­tía ni po­día sen­tir de­seo al­guno por el cuer­po fe­me­nino, na­die de­be­ría cues­tio­nar ja­más que amó pro­fun­da­men­te a al­gu­nas mu­je­res: su con­tra­dic­ción lle­ga tan le­jos que in­clu­so con­tra­vie­ne la reali­dad de su experiencia. 

Estas con­fe­sio­nes son la de­mos­tra­ción de la im­po­si­bi­li­dad de re­cons­truir una for­ma ve­rí­di­ca, ló­gi­ca y cons­tan­te del sen­ti­mien­to hu­mano. La iden­ti­dad fluc­túa de tal for­ma que es im­po­si­ble aprehen­der­la en una for­ma só­li­da, tan fir­me co­mo pa­ra po­der re­du­cir to­da reali­dad co­no­ci­da en un prin­ci­pio cons­tan­te de no-contradicción. No hay iden­ti­dad uní­vo­ca; to­da iden­ti­dad es el jue­go de más­ca­ras que su­po­ne sa­ber­se en me­dio del jue­go, de la más­ca­ras, de la identidad.

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