No hay camino, conductor del deseo (I)
Drive, de James Sallis
La novela negra tiene una capacidad indómita para estar siempre dos pasos más allá del lector; los buenos escritores de su género son capaces, desde una estructura clásica practicamente invariable, sorprender con certeros puñetazos al ideario de lo esperado. Esto no lo hacen con grandes giros, maniobras bruscas o torticeros cambios de trama, lo hacen con suaves golpes de volante, soltando ligeramente el acelerador, para situarse con naturalidad en una nueva posición. Lo impresionante de la (buena) novela negra no es nunca la familiaridad ‑lo cual puede agradar a una clase de lector más inseguro, más clásico en sus posturas- o la construcción de unos personajes sólidos que se esconden tras la fachada de meros estereotipos, no, es su capacidad para conducir siempre por la misma autopista haciéndonos mirar fascinados, de nuevo, cada detalle como si fuera la primera vez.
No hay mayor mérito en la obra de James Sallis que esa capacidad para mirar con ojos diferentes en cada ocasión lo que ocurre en un mundo ennegrecido por la vileza de los hombres. Y no sólo porque su discurso sitúa la posición en un lugar privilegiado, aunque generalmente obviado ‑el conductor, el que hace el camino hacia alguna parte‑, del género si no también gracias a su capacidad de hacer presente la mímesis metafórica que se circunscribe en la condición profesional. La mirada de Sallis es la de aquel que deja de retratar personas, aun cuando precisamente lo hace por esa ausencia de intención, en favor de definir profesiones.