Nuestro peor enemigo está siempre dentro de nuestra cabeza. Ya sea debido a la ansiedad, el narcisismo o la enfermedad, por lo que recordamos o por lo que olvidamos, por lo que obviamos o por lo que no podemos pasar por alto, nuestros problemas más graves siempre acaban naciendo del interior. De nuestra incapacidad para lidiar con aquellos aspectos de nosotros mismos que nos superan y nos dan forma. Porque aunque nos pretendamos seres capaces de pensar las cosas de forma objetiva, desprovistos de cualquier condicionamiento externo o interno, estamos, en última instancia, condicionados por nuestro propio pasado.
Si bien lo anterior es de sentido común, ya que la ficción no tendría sentido en cualquier otro caso —pues, si no existiera la posibilidad de ver cómo reaccionan las personas ante un cambio en sus vidas, no habría ni conflicto ni historias — , es algo que solemos pasar por alto. Pues, en nuestra ingenuidad, preferimos creer que, al final, todo se resume en giros y resoluciones en vez de en el juego más evidente de todos: a nuestro cerebro le gusta encontrar patrones. Resolver puzles. Aprender a través de la imitación constante de gestos ajenos.
Incluso si estos son los actos del mundo. O de nuestras propias vidas.