Arte, entendimiento e interpretación. Sobre «The One» de Shinichi Osawa
Existen obras de arte que logran trascender todo límite de la racionalidad, porque no son reductibles de modo alguno a su propia condición primera en tanto trascienden su posición —las grandes obras de cualquier medio no se comunican en exclusiva con su medio, sino que lo trascienden y alimentan al resto — , provocando que cualquier intento de plasmar aquello que contienen deba darse a través de un acto de escritura auténtica: para hablar de las grandes obras es necesario ponerse a su altura. La comunicación se da, en exclusiva, en el encuentro creativo. Rebajar el nivel del discurso o dar pinceladas gruesas de lo que sólo se debe esgrimir como una cuchillada invisible que corta la plácida noche del espíritu no sólo atenta contra el arte, sino contra el hombre. Nada destruye de forma más sistemática el valor auténtico de una obra de arte que los buenos propósitos que dirigen la mirada obviando las pinceladas de sutilidad que son incapaces de percibir. La labor del crítico, del intérprete, del escritor, sería la de estar más allá de toda connotación, de todo subrayado que pueda concederse como evidente, para dirigir la mirada del lector hacia aquello que puede haber ignorado.
El crítico es un artista, pero por eso si sólo es capaz de hablarnos del «yo» sin comunicarnos algo que sintamos como propio es que ha fracasado como artista y, por extensión, como crítico. Si hacemos caso a Gilles Deleuze y «la literatura sólo empieza cuando nace en nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo», entonces la crítica debería ser capaz de trascender la figura solipsista para poder aprehender el espíritu de la obra. La tercera persona que nace en nuestro interior debe emanar de la obra. Toda crítica, todo intento de plasmar la realidad de una obra cultural o artística —lo cual incluye, como no podría ser de otro modo, a la filosofía — , debe definirse como literatura, como arte del arte mismo.