Ir por la calle o la carretera, andando o conduciendo, adelantar a alguien que va más lento que nosotros y comprobar que algo falla es algo que nos sorprende al instante: que el otro comience a correr para plantarse delante de nosotros, bajando la velocidad entonces, no dejándonos pasar después en el proceso, es algo muy raro. Por educación, no nos acordamos de toda su familia. Seguimos andando, lo adelantamos y entonces comienza a seguirnos allá donde vayamos, ¿de verdad está yendo a donde él quería o se ha encabronado con nosotros y ha empezado a perseguirnos? No podemos saberlo, de hecho, ni siquiera se dignaría a contestar si pretendiéramos parar y hablar con él. Nuestras pulsaciones aumentan, nuestras pupilas se dilatan y sentimos la irrefrenable necesidad de acelerar, de parar y meternos en el bar más cercano, de llegar hasta casa y dar fin a semejante locura; nos persigue sin motivo ni razón, nos sentimos incómodos, nos preguntamos por qué nos tenía que pasar algo así precisamente a nosotros, por qué no a otro. ¿Qué clase de persona somos si le deseamos algo con lo que sufrimos a otra persona? El terror, en fin, nace del interior: no del encuentro con lo desconocido, sino en la colisión entre lo anómalo y nuestras expectativas sobre lo establecido.
Ante la oportunidad de dirigir un telefilm, Duel, el entonces joven Steven Spielberg, antes de emocionarse con estupideces, hizo lo que cualquier artista haría: aceptar una premisa soporífera y sin posibilidad para convertirla en una obra maestra del suspense —y, no nos olvidemos, el terror: a eso llegaremos después— a través de un cálculo perfecto de los tiempos narrativos. ¿Cómo llevar adelante la historia de un hombre que es perseguido por un camión, de conductor desconocido, pero presente en su brazo, que intenta matarlo? Ocultándonos toda posible información al respecto. Se nos va dosificando la información del personaje a través de una presentación dilatada que sirve, al tiempo, como disparadero de la acción; tiene que volver a casa pronto porque tiene una visita de su madre, pero también debe trabajar hasta tarde porque si no es probable que pierda un cliente de su cartera. No está furioso, pero sí con los sentimientos encarnados. Sus primeras reacciones al volante nos dejan entrever lo que intuimos después en la llamada a su mujer, que ya desde el minuto uno tiene más responsabilidades de las que puede tramitar al tiempo.
La evolución psicológica y la tensión que se produce por su estado, frágil de entrada, es lo que nos mantiene pegados a la pantalla. Es imposible no ponerse en su situación. Supera por todo lo que el mundo ha decidido arrojarle, desde el trabajo hasta la familia, se ve teniendo que lidiar con algo que no comprende: un camionero loco. La cuestión aquí es la diferencia entre los niveles de tensión que debe trabajar: sus compromisos familiares y laborales le son conocidos y, por tanto, es capaz de gestionarlos: entran dentro de la normalidad; que un camionero loco intente matarlo no entra dentro de la normalidad y, por tanto, no es capaz de gestionarlo. El problema es la incapacidad para lidiar con algo que está más allá de la estricta normalidad, de enfrentarse con un acontecimiento ajeno a su concepción del mundo.
Desde ese punto de vista, el título de la película resulta clarividente. Es un duelo no sólo porque algunas de las escenas remitan de forma directa hacia el western —lo cual ocurre, y con muy buen gusto, en diferentes momentos de la película y no sólo en los más obvios: considerar la pelea que ocurre en el bar de carretera como una trifulca de saloon no es desacertado — , sino también porque el duelo a mediados del siglo XX ya es algo ajeno a la sociedad. Como anacronismo llegado de la mano de un camionero que se antoja vaquero sobre ruedas, resulta comprensible que sea incapaz de asimilarlo el protagonista como algo propio de su existencia. Sus actos se resumen en «huir» y «llamar a la policía». El hombre del siglo XX no es capaz de hacer otra cosa distinta. Por eso la película sólo acaba en la asimilación del nuevo estado de las cosas, la necesidad de batirse en duelo con el camión —que, no por necesidad, con el conductor — , para intentar llegar hasta un final por funesto que éste resulte.
Esa imposibilidad de aceptar un presente extraño, dejándonos arrastrar por los mecanismos del presente que creemos hábiles para tratar con el mundo, emparenta a Spielberg con un extraño compañero de cama: Franz Kafka. La esencia en ambos es la imposibilidad de acción personal ante un sistema injusto. Que en Kafka el sistema sea, por un lado, la cultura contemporánea (de estado) y en el Spielberg sea, por el suyo, la cultura moderna (americana), en contraposición en ambos casos con la cultura que imprimen en sus protagonistas (la cultura moderna en los protagonistas de Kafka, la cultura contemporánea en el protagonista de Spielberg), nos demuestra como, aunque el contenido de la representación sean dos hechos diferentes y distantes —donde a Kafka le preocupaba que el mundo fuera una burocratización de la existencia que llegara hasta la obliteración de toda libertad personal, que adelantaría la lógica del fascismo; del mismo modo a Spielberg le preocupaba volver a los tiempos del lejano oeste donde ningún orden es posible — , el método para llegar hasta estas conclusiones es el mismo. En ambos autores se busca el choque de dos culturas, dos tiempos, dos modos de pensar, que se contraponen produciendo un estado de tensión que colinda, y al final abraza, el puro terror a través de sus consecuencias.
Aunque el terror cambia según la cultura de cada tiempo, lo que siempre se comparte es la confrontación contra aquello que distorsiona de algún modo nuestras pretensiones de normalidad. Aquello que se espera no produce terror, sino que se acepta con serenidad. Sólo cuando se infiltra lo imposible en nuestra lógica, aunque sea el pensamiento de otro tiempo posible o futuro (Kafka) o pasado (Spielberg) distorsionando nuestras premisas de todo lo que era sólido, es cuando podemos experimentar el hálito del terror sobre nuestras consciencias hasta entonces dormidas.