La problemática del esclavismo, aun cuando en cierto modo está unida de forma íntima también con el viejo continente, parece una discusión histórica que siempre nos afecta en segundo grado en tanto europeos: los esclavistas siempre fueron los otros, siempre aconteció más allá de los horizontes (físicos, sentimentales, ideológicos) que configuramos como propios. Nuestra sensibilidad hacia el conflicto del esclavismo siempre está supeditado a la idea de nuestra propia inocencia al respecto de él —obviando que de hecho nosotros también ejercimos en su tiempo el esclavismo, sólo que el mismo no estaba emocionalmente cartografiado y, por extensión, es como si nunca hubiera ocurrido: en tanto se considero algo ajeno que se integro de forma natural con un exilio, nuestro esclavismo fue inclusivo (de las clases bajas; del mestizaje de las dos culturas en choque) desde sus inicios: España esclavizó a los indios como esclavizaba a sus ciudadanos — , por lo cual pretender entender una película que necesariamente habla de una forma que es culturalmente ajena a nosotros —porque por americanizados que nos consideremos, la situación de los negros y su evolución en el tiempo nos resulta distante, si es que no desconocida— requiere un fuerte ejercicio de abstracción para entender el fondo que en él se transmite.
Consciente de que una historia contada por un personaje que es, esencialmente, un pedazo de historia cultural americana encarnada no sería comprendida más allá de las fronteras de su propio país, Quentin Tarantino concede en Django Unchained el peso específico de la reflexión en un juego de doble viaje cultural: piensa la cultura americana desde su radical americaneidad y desde la otredad contrapuesta que supone su relación con la mítica Europa. Pues sólo en la contraposición de lo que es y aquello que no se es, pero de lo cual se procede, se puede comprender el auténtico sentido del mundo.