Cuando uno se acerca a al biografía de un autor siempre espera encontrar las coartadas vitales que le llevaron a articular su pensamiento; toda obra se define a través de la propia vida de su autor. El problema es que, salvo que sea una auto-biografía, esta siempre estará mediada por la visión que tenga el biógrafo, entidad jamás inocente en su representación, de su biografiado. Es por ello que en algunos casos extremos las biografías nos acaban hablando más del que escribe que del sobre el que se escribe y, por ello, se vuelven una herramienta de ida y vuelta interesante para abordar una nueva lectura de su autor. La biografía se convierte en esta situación en un campo de pruebas donde la vida de los otros nos vale como una mímesis acomodaticia de nuestro propio pensamiento; los demás funcionan como metáfora de lo que yo soy. De éste modo la conducción de ida y vuelta se trastoca en una triple entente que acaba en una ida, vuelta e ida de nuevo en el que la representación se torna el reflejo auto-perpetuizante de un par de juegos de espejos. Y esto es especialmente evidente en “H.P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida” de Michel Houellebecq.
Con su prosa ligera habitual, siempre atento a unos detalles que explayar hasta sus límites más absurdos, Houellebecq disecciona los por qué de la obra de Lovecraft a través de su biografía. Y lo hace con un amor que sólo se le puede dar hacia aquellos que edificamos como nuestros mitos existenciales. Cada nueva recensión con respecto de algún detalle biográfico de Lovecraft (su profundo racismo, la vida conyugal con Sonia Greene o su pasión por la arquitectura) vibra con un color particular que nos hacen pensar que habla más sobre Houellebecq que sobre el propio Lovecraft; la vida mitificada de Lovecraft sirve a Houellebecq para explicitar subrepticiamente las condiciones más profundas de su pensamiento interior.
A lo largo de toda la obra Houellebecq se va desnudando, seguramente inconscientemente, en la elección de cada detalle que explayar, cada instante que aleccionar como la imagen determinante del destino del prisionero de Providence. Pero si a través de estas nos va desarrollando su pensamiento, uno más rico y ambiguo de lo que deja traslucir naturalmente en su narrativa, a su vez caracteriza algunas conformaciones de Lovecraft que quizás no se podían intuir. Aunque sin duda nos encontramos con un Lovecraft profundamente houellebecquiano podemos encontrar como su racismo congenito, su desprecio hacia el sexo y el dinero o el odio hacia la masa, que no al individuo ‑algo que Houellebecq personaliza inconscientemente en la figura de Lovecraft de forma constante‑, es un hecho que justifica, construye y adorna las profundas simas de la obra de Los Mitos. El terror de Lovecraft, como el de Houellebecq, es el terror del sinsentido de un universo vaciado de toda significación; el saberse dos hombres que han sido arrojados al mundo desde un tiempo absolutamente dispar al que les recibe.
Pero al final, casi pasando de puntillas por él, nos arroja una luz de esperanza ante algo que puede conferir de sentido alguno al mundo: el amor; sólo cuando habla del matrimonio con Sonia Greene, del profundo amor que se procesaban entre sí, se arroja la luz en el abismo que es Lovecraft en sí mismo. De éste modo nos arroja hacia esa idea intersticial, casi baladí, del amor como único gran triunfo posible del hombre frente a lo sublime que algún día nos destruirá. Porque no están contra la vida, ni contra el mundo, sino que el amor se mostró esquivo hacia ellos.
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