Cosecha Roja, de Dashiell Hammett
Si existe hoy una entidad similar al Behemoth en un sentido estrictamente literal, una bestia gigantesca nacida de la tierra que impone su propia ley al mundo, estas son las grandes ciudades contemporáneas. Complejos amasijos de metal, cristal y hormigón se erigen como sentido propio de nuestra evolución físico-material en un sentido estrictamente antropológico; aun cuando el destino último de la sociedad no es necesariamente la ciudad, pues la centralización cada vez se vuelve menos necesaria con la desmaterialización de lo real, las ciudades hoy son la fuerza pro-activa esencial del hombre. Anidamos en estos behemoth de materiales de construcción como si fueran bestias muertas, totalmente despersonalizadas de un auténtico amnios vital definitorio de sí mismas, cuando en realidad son entidades vivas que se van definiendo a través de lo que acontece en su seno. Toda ciudad es un ente vivo y en crecimiento independientemente, aunque de forma inclusiva, de aquellos que lo habitan. Es por ello que cualquier estudio de la sociedad debería pasar no exclusivamente por como se define la sociedad, por la interacción que los hombres tienen entre sí, sino también y necesariamente la relación que de estos se desprende a partir de los afectos propios de la ciudad.
Partiendo de esta perspectiva podríamos entender que un género como el noir, tan dado al afiche de la violencia controlada para conseguir objetivos (in)justificados, no es sólo una narración sobre los hombres que operan en el lado oscuro de la sociedad sino que también es una narración sobre las ciudades que les han hecho así: la novela noir definitiva será aquella que explique como cada afecto de sus habitantes tiene una herencia mimética en su ciudad. Como resaltarían los surrealistas, aunque ya les vendría desde Baudelaire, toda ciudad tiene sus propias formas de construcción, no tanto físicas como sí sentimentales, a través de las cuales van construyendo su sentido último. Los bajos fondos de una ciudad, al igual que la zona alta de la ciudad, no lo es porque lo habiten determinados individuos en contraposición a otros, sino que lo son precisamente porque los afectos producidos por esas zonas de la ciudad propician que se aposenten allí, o se conviertan en ellos, esos determinados individuos. Las calles estrechas y oscuras de edificios viejos y calles laberínticas chocan contra las ajardinadas urbanizaciones de enormes calles rectas en forma de cuadrícula; la ciudad impone su ritmo a sus habitantes y no al revés.
Es por ello que podríamos leer Cosecha Roja a través de lo que ocurre por las enemistades fundadas, o no, que se originan entre sus personajes tanto como podríamos hacerlo a través de como interaccionan a partir de la ciudad en sí. El comportamiento de los personajes varía dependiendo de en que situación se encuentren, pero también varía las formas que eligen para desplazarse por la ciudad: los honrados policías y detectives, asumen los paseos por grandes avenidas; los delincuentes se vanaglorian de la discreción del vehículo a motor; los egregios buscados por sus enemigos, abotargados por el terror, eligen las calles serpenteantes y los callejones tramposos. La situación de cada personaje, como se construye a lo largo del tiempo, podríamos ir viéndolo a través de como cambia en cada ocasión su forma de interactuar con la ciudad, en que zona de la ciudad se siente más cómodo para llevar a cabo su vida.
El agente de de la Continental, disparadero de todo el barullo psicótico que acontece en la novela, lejos de ser el que recoge la siembra roja que acontece a su llegada es sólo una parte más consustancial a la cosecha. Todo lo que éste personaje de enormes proporciones hace es en primera instancia acudir a un trabajo para luego, lentamente, dejarse imbuir por el espíritu de la ciudad; cuando el agente se va transformando de una forma cada vez más tangible en un psicópata que prefiere solucionar sus problemas mediante el asesinato que mediante el pacto será porque, en sus propias palabras, la ciudad me ha envenenado lentamente. La renombrada ciudad de Poisonville es la única segadora de lo sembrado a la par que terreno de siembra, siendo así esta misma la protagonista última de toda la novela. Lo que nos narra Hammett de una manera metódica como una práctica de urbanismo forense es como el afecto connatural de la ciudad se va imbuyendo en todo aquel que llega hasta la ciudad, por nobles que fueran sus propósitos: el poder es el único leit motiv posible en Poisonville.
Ahora bien, esto no significa en ningún caso que podamos considerar a la ciudad como una entidad que se construya por los afectos que los diferentes personajes van produciendo sobre el agente de la Continental, sino que necesariamente deberíamos acusar al cambio progresivo de éste a la ciudad misma. Su clima ambiental y social además de su distribución urbanística produce que, lo connatural en esta ciudad, sea el espionaje metódico y la mirada inquisidora que pide venganza bajo el supuesto de una falsa coartada que es siempre imposible de corroborar. Y esto es tanto así porque si de hecho toda la ciudad no estuviera planeada de tal modo que se pueda ver pero no del todo, que se impugnara la facilidad de maniobra del pistolero sobre la del policía, el afecto esencial de la ciudad podría ser otro en tanto no habría una razón física que impulsara hacia la facilidad del acto delictivo; la ciudad se construye a sí misma en tanto que su disposición urbanística facilita la criminalidad y la criminalidad adapta cada vez más su disposición urbanística en un ouroboros oscuro incorruptible. Es por ello que cualquier pretensión de pensar esta cosecha roja, este genocidio criminal de bajo impacto, ignorando las cualidades afectivas esenciales de la ciudad dirimirá siempre en el fracaso de no pensar la pieza esencial de toda realidad social: la ciudad no es un gigante muerto, es un Behemoth que susurra a los oídos de aquellos que habitan en él como es más útil comportarse mientras habitan en un mutualismo inviolable.
Deja una respuesta