Aunque resulte irracional, durante gran parte de la historia de la humanidad se ha interpretado la posibilidad de otros mundos como una forma de existencia independiente de nuestro propio mundo; se ha interpretado de forma literal aquello cuya utilidad fue concebida en lo metafórico. Es por eso que la vehemencia con la que se defiende no sólo la existencia de un lugar tras la muerte, sino de toda una cosmogonía de reinos de la posibilidad en cualquier manifestación de la existencia humana —siendo las utópicas políticas tanto o más comunes que las utopías religiosas: concebir el mundo como ideal político, desechando aquellas cuestiones de la realidad que contradigan la visión del mismo, es algo tan constante como desechar la experiencia empírica en favor del conocimiento revelado — , resulta ridícula por su extensión natural hacia la negación de los acontecimientos. De su ignorar la realidad. Por eso el pensamiento utópico, tal y como se concibe de forma popular en el presente, nos sumerge en las fantasías masturbatorias de un deseo tan ilógico como inconsistente: sólo existe un mundo y debemos ajustarnos a la experiencia del mismo. Quien pretenda trascender el mundo, habrá de interpretarlo primero y cambiarlo después.
Sólo si tenemos en cuenta que para cambiar el mundo necesitamos conocerlo, que es imposible cambiar aquello que no se ha comprendido a través de la interpretación —del mismo modo que no existe conocimiento que se de sin reflexión, sin experiencia vivida — , podremos conseguir ir más allá del carácter utópico de la utopía para traerlo hasta la realidad. En ese sentido, Alejo Carpentier interpreta el mundo para mostrarnos como se articula a través de una realidad que supura magia entre sus grietas: la historia de la revolución de Haiti es de esclavismo, huida y lucha; incluso el carácter mágico de los acontecimientos, en la obra de Carpentier pasando de lo mítico hasta lo real —lo cual nos demuestra el uso transformador de la interpretación: nos permite comprender las acciones de lo real dando un rodeo metafórico para llegar hasta ellas — , suceden no por una consecución destinal, no porque la emancipación de los negros sea un acontecimiento que ocurrirá de forma necesaria, sino por un acto revolucionario que redunda en su propio imposibilidad: los negros se levantaron en armas contra sus amos blancos, inspirados por unos cabecillas que usaron todas sus armas para combatir por sus ideales. Si estas fueron el vudú y las azadas, la magia y el palo, la licantropía y la lengua, eso poco importa para conocer su singularidad en acto.
El nexo común entre Mackandal y Ti Noel es su capacidad para transformarse, su odio hacia las cadenas, hacia el carácter inhumano del hombre blanco. La diferencia entre ambos, es sólo de perspectiva. Donde el enfoque de Mackandal podría ser un adelanto de la premisa del pensamiento foucaultiano, ayudar al débil pero desde la consciencia de que cuando se haga fuerte se comportará igual que éste, la de Ti Noel torna ingenua, ya que tiene la irracional creencia de que los negros o los mestizos serán más justos gobernantes que los blancos. Lo real maravilloso que se desarrolla acontece como premisa de un pensamiento realista que se da en un ámbito mágico: quizás el mundo no sea tan maravilloso como afirman los utópicos como Noel, pero puede llegar a serlo por aquellos que lo saben como Mackandal. La mayor distancia entre ambos sería otra consecuencia de la anterior: donde Mackandal lucha por conseguir un mundo mejor para los suyos haciendo uso de su poder, usando el poder en favor del débil; Ti Noel huye en búsqueda de un mundo mejor para sí mismo haciendo uso de su poder, usando el poder para no perturbar la paz de los poderosos. Es la diferencia entre el héroe, que busca crear una utopía a través de su ejemplo, y el utopista, que busca huir hacia inoperantes ideas preconcebidas sobre el mundo.
La magia surge como un carácter propio de la tierra, que espolea al hombre, que sirve para propiciar su movimiento, pero sólo en tanto se hace uno con la tierra para comprender cuales son las formas que ésta puede asumir en función de las preferencias del hombre. O lo que es lo mismo, actuar bajo ideas pre-establecidas al respecto del mundo sólo sirve para chocar de frente contra la realidad. Por eso Mackandal, un cimarrón que conoce la tierra, la ama, se comunica con ella, es capaz de hacer aquello que los demás no pueden: usar un poder extraño, mágico incluso, que sirve para imponer su criterio al respecto de la situación del mundo. En tanto conectado con éste, en su conocimiento del mismo, puede transformarlo siguiendo las tendencias que están presentes en él, pero nacen de la propia voluntad humana; si conocemos el mundo, podemos aprovechar sus estructuras para cambiarlo.
Si El reino de este mundo tiene este nombre, es por el carácter realista que tiene: no es el reino del otro mundo, el que está más allá de la muerte o más allá del espejo, sino que es el reino que tenemos bajo nuestros pies. No podemos aspirar a descubrir que nuestra chabola siempre fue una mansión, que sólo había que esperar para descubrirlo, sino que había que estudiar su estructura para poder convertirla en algo mejor. Por eso la huida hacia otros mundos es inútil.
El lenguaje de Carpentier se nos presenta como un ejercicio alquímico, cuasi-mágico, a través del cual puede manifestarse una totalidad que tiene más sentido que la simple suma de sus partes. La constante tendencia de éste para escapar de las fórmulas más manidas del lenguaje, recreándose en plasmar un vivo retrato entretejidos de palabras a través del cual transportarnos al mundo interior de su fabulación, sirve como perfecto punto de inflexión entre estilo y narración; es un mundo que sólo existe en las palabras, pero nos dice algo sobre lo que hay más allá de éstas. No hay nada en El reino de este mundo que no sea un reflejo del mundo. Por eso el interés que tiene no es sólo como narración o como carta de estilo, que lo tiene rayano la obscenidad, sino también como un ejercicio a través del cual pensar la magia oculta del mundo que desechamos a menudo como un imposible. Desde el vudú hasta el propio poder de injerencia de la escritura, de las historias, de los cuentos, el poder que nos describe es el propio poder que aspira a desarrollar en su historia: la posibilidad de hacernos ver una verdad particular del mundo que habitamos, como es y como podría ser.
Cualquier pretensión de reducir las historias a cuentos, o de glorificarlos como verdades objetivas, harán perder el norte de su función primaria: hablarnos sobre lo real haciendo un ligero desvío con respecto de éste. Y, además, contarnos una historia sobre algo ajeno de nuestro mundo. Esa la paradoja de la historia, que sirve para cambiar el mundo y de lo que se trata es de interpretarlo: he ahí la labor del lector.
Deja una respuesta