Digging Up the Marrow
Adam Green
2014
Hablamos de forma constante sobre el amor, lo buscamos y lo adoramos, pero rara vez lo tomamos por lo que es: no la pasión desaforada por algo —actitud propia de la novedad, del mal llamado «enamoramiento» que poco o nada tiene que ver con la sosegada pasión amorosa — , sino el profundo conocimiento necesario para cualquier conexión auténtica. Amar es poner todo nuestro conocimiento en el otro. ¿Por qué razón se ama hasta la muerte? Porque el amor se da en el conocimiento cotidiano, banal, en definitiva, real, de algo o alguien que constituye una parte importante de nuestra existencia. Existencia que, si conocemos de forma tan profunda, es porque la hemos entrelazado de forma profunda con la nuestra propia. De ahí que en el amor se ponga en juego todo, ya que si perdemos ese algo o alguien sería como perder una parte importante de nuestra persona que ya nunca jamás podremos recuperar.
Pocos directores aman el cine de terror. Especialmente entre aquellos que lo practican. He ahí que Adam Green sea una excepción: sin rendirse al mainstream, siempre a un paso del exceso surrealista, su carrera ha sido tan irregular como estimulante para el fan del terror que trascienda el lugar común del susto fácil, la comedia barata y los chorros de sangre. Al menos, considerando que Digging Up the Marrow emparenta con el terror de forma transversal, casi de soslayo, a través de sus referentes.
¿Qué requiere entonces el terror para poder ser considerado como tal? No dar sustos, sino conocer los códigos que configuran el género. Algo que Green demuestra conocer al dedillo. Encontramos una atmósfera enrarecida, un ritmo pausado y un final desconcertante que deja todo en el aire, sin pararse en las explicaciones; Green deconstruye las formas propias del terror, especialmente al acudir hacia las referencias de terceros para construir el suyo propio. De ahí que la película remita al mockumentary al mismo tiempo que a los programas de telerrealidad —que son, de todos modos, tan lejanos de la realidad como cualquier ejercicio de ficción— sin por ello dejar de mirarse al espejo del Marebito de Takashi Shimizu o Nightbreed de Clive Barker. Absorbe todo para configurar sus propios códigos, su forma particular de terror.
Evita el enamoramiento, la mera copia sin reflexión de lo que se está haciendo, pero amar algo no significa ser buen amante. Green es un buen amante en potencia, pero acaba siendo fagocitado por sus propios referentes. Tiene ecos sugerentes, posibilidades infinitas, que acaban perdiéndose en tanto carecen de capacidad seductiva; su construcción es tan torpe que sólo alcanza esa excelencia en la reminiscencia, en el poso que deja en todos aquellos elementos heredados de otras obras anteriores. Ese es el peligro del romance: que no siempre las dos partes pueden darlo todo en igualdad de condiciones.
Ni la locura ni la pasión ni la ceguera son partes constitutivas del amor, el cual sólo se reconoce en el sosegado conocimiento del «yo» que sólo puede nacer del «nosotros». Incluso cuando ese «nosotros» sea el de un siamés deforme que tal vez ama, pero no sabe hacer el amor.
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