Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll
El más horrible acontecimiento que deviene en la edad adulta es la perdida de toda capacidad para situarse en medio del juego como algo irracional, estúpido y no necesariamente hilvanado por una cantidad más o menos férrea de reglas que lo dirijan. Atados por una serie de códigos normativos (que pueden ser violados, pero a coste de ser penado el violador) que asumen como legislativos (que no pueden ser violados en absolutos), una vez hemos superado la infancia nos vemos sumergidos en un mundo donde todo parece estar tan finamente hilado que cualquier intento de salir, aunque fuera mínimamente, de esa rígida malla conductal resulta en ser calificado como loco, estúpido o ineficiente ‑cuando no todo ello a una sola voz. El mundo adulto sería aquella dimensión del ser donde vivimos bajo la consideración de normas sociales que se nos imponen como realidades objetivas absolutas. Es por ello que si pretendemos entrar dentro del mundo de Lewis Carroll debemos hacerlo desde una premisa básica que recorre toda su obra: no hay un sentido estricto racional entre sus páginas, todo está articulado dentro de la rica tradición del nonsense.
En la literatura el nonsense, el sin sentido, sería aquel juego del lenguaje consistente en retorcer las formas sintácticas o semánticas para forzar prestidigaciones literarias que sean absurdas, generalmente para adentrarnos en la ilógica de lo que se nos presenta. Ese es el caso de Lewis Carroll al cimentar toda su obra en esta magia de la distorsión, del sin sentido, para construir un relato que sea como la mirada de un niño: inocente, vaciada de imposiciones lógicas, sin la necesidad de la búsqueda de la coherencia en el mundo para con los demás. O en palabras de Virginia Woolf: solo Lewis Carroll nos ha mostrado el mundo tal y como un niño lo ve, y nos ha hecho reír tal y como un niño lo hace.