
El arte debe suponer siempre el cuestionamiento de uno mismo. Su deber es violar nuestras expectativas, poner en entre dicho todo aquello que suponíamos como cierto para situarnos ante una nueva forma de ver el mundo que nos obligue a reaccionar de algún modo; el arte nunca debería confirmar nuestras expectativas, darnos una palmadita en la espalda confirmando lo inteligentes que somos, sino que debería hacernos cuestionarnos aquellas verdades que atesoramos en lo más profundo de nosotros mismos. Debe ser incomodidad pura, un peligroso acercamiento hacia la realidad, puro terror ante la posibilidad de enfrentarnos contra un abismo más insondable de lo que jamás podríamos soportar.
Los cinco relatos del ciclo de El rey de amarillo son exactamente eso, la personificación de la literatura como la incomodidad de espíritu para todos aquellos que se dejan intoxicar por ella. Lo que busca Robert W. Chambers es representar la crudeza, el horror, que sólo puede emanar desde un cuestionamiento total de las órdenes morales más esenciales del hombre, haciendo que sus relatos giren en torno a tres temas de orden netamente humanos: el arte, la política y la religión. Todo encuentro con El rey de amarillo —una obra de teatro maldita que, según dicen, esconde las más aterradoras de las verdades que nunca hombre alguno pudiera haber imaginado— se ve mediado por la sed de conocimiento, por un contacto íntimo con una realidad que sobrepasa y subyuga a sus personajes. Ellos están atados de forma irremediable al mundo, incluso si preferirían no tener relación alguna con él; están enfermos de ambición, de conocimiento, de amor, siendo arrojados más allá de lo que ningún ser apegado a la naturaleza ha podido saber nunca: el hecho de haber nacido humanos, de tener sed humana, es su condenación última.

No existe nada nuevo en el pensamiento de lo útil. Desde tiempos inmemoriales se matan a los niños que nacen inútiles para sus labores —entendiendo por ello una amplia perspectiva de acontecimientos dependiendo del contexto: desde no tener piernas hasta ser mujer, lo que se considera «inútil» depende de las coyunturas económicas de cada cultura— del mismo modo que se abandona a los ancianos en los montes o en residencias por no ser nada más que un estorbo; quien no produce no vale nada, porque el único valor posible es aquel que se da a través de la utilidad de las cosas. Quien no genera capital económico, produce gasto. Cuando nos obcecamos en la posesión apuñalamos nuestra humanidad para abrazar la posibilidad de la posesión, de ampliar nuestro capital, incluso si eso no significa vivir mejor o más apaciblemente; no se buscan mejores condiciones de vida, ni siquiera una buena vida, sino el hecho mismo de poseer más de lo que sea tenía antes incluso si es, irónicamente, una posesión inútil.
