Belfegor Archidiablo, de Nicolás Maquiavelo
Cada persona es hijo de su tiempo, pero los productos de su pensamiento lo son siempre de aquel que en cada ocasión los piensa. Pretender leer un texto con los ojos de su época a lo único que nos remite es a una labor historiográfica que si bien tiene su valor, pues puede enseñarnos algo al respecto del pasado del cual provenimos en último término, no tiene mayor interés más allá de su propio carácter de curiosidad; el auténtico interés radical en cualquier texto no está en lo que el autor pretendía transmitir en él, sino en lo que el lector pueda interpretar de él: no hay lecturas canónicas, pues toda lectura varía en el tiempo. Partiendo de esa premisa es fácil entender por qué Nicolás Maquiavelo ha sido tanto y tan mal leído a lo largo del tiempo, pretendiendo que toda intencionalida de una obra debe residir necesaria y exclusivamente en aquello que nos preconiza sobre sí misma; los libros, como las personas, mienten y, por ello, su verdad es sólo revelable en tanto las traemos hasta nuestro tiempo para poder descifrarlas en un diálogo en el cual nosotros nos hacemos parte del texto en sí mismo.
Siguiendo este esquema podríamos interpretar que el interés particular que podría tener la fábula de Belfegor Archidiablo no radica en lo evidente, en una cierta crítica machista hacia el papel de la mujer —aun cuando éste se torna más en un carácter paródico, más cercano al ámbito del humor que al ataque abierto hacia un género particular; la mujer es canalizador de una idea, pero no objeto de la misma— por otra parte propia de la época, sino en lo subyacente, una rica crítica hacia los modos y costumbres de su amada Florencia. Y, yendo un paso más allá en la lectura profunda del texto, la mujer es Florencia.