Belfegor Archidiablo, de Nicolás Maquiavelo
Cada persona es hijo de su tiempo, pero los productos de su pensamiento lo son siempre de aquel que en cada ocasión los piensa. Pretender leer un texto con los ojos de su época a lo único que nos remite es a una labor historiográfica que si bien tiene su valor, pues puede enseñarnos algo al respecto del pasado del cual provenimos en último término, no tiene mayor interés más allá de su propio carácter de curiosidad; el auténtico interés radical en cualquier texto no está en lo que el autor pretendía transmitir en él, sino en lo que el lector pueda interpretar de él: no hay lecturas canónicas, pues toda lectura varía en el tiempo. Partiendo de esa premisa es fácil entender por qué Nicolás Maquiavelo ha sido tanto y tan mal leído a lo largo del tiempo, pretendiendo que toda intencionalida de una obra debe residir necesaria y exclusivamente en aquello que nos preconiza sobre sí misma; los libros, como las personas, mienten y, por ello, su verdad es sólo revelable en tanto las traemos hasta nuestro tiempo para poder descifrarlas en un diálogo en el cual nosotros nos hacemos parte del texto en sí mismo.
Siguiendo este esquema podríamos interpretar que el interés particular que podría tener la fábula de Belfegor Archidiablo no radica en lo evidente, en una cierta crítica machista hacia el papel de la mujer —aun cuando éste se torna más en un carácter paródico, más cercano al ámbito del humor que al ataque abierto hacia un género particular; la mujer es canalizador de una idea, pero no objeto de la misma— por otra parte propia de la época, sino en lo subyacente, una rica crítica hacia los modos y costumbres de su amada Florencia. Y, yendo un paso más allá en la lectura profunda del texto, la mujer es Florencia.
Aunque Maquiavelo fuera conocido por sus textos políticos la verdad es que trato con fruición el teatro y, aunque en menor medida, también la novela y la poesía, pero siempre con la misma obsesión en mente: la política, la diplomacia, el buen gobernar. Es por ello que no debería extrañarnos que cuando habla del matrimonio un hombre que estuvo casado sólo con la ciudad de sus amores, aquella por la cual escribió y analizó la realidad de su país para intentar llevarla hacia la prosperidad más absoluta, sólo nos esté hablando de aquellos vicios que le son propios a aquello que conoce: la más bella y solícita a la banca, llena de zanjas por todas partes, tendente a las fiestas fastuosas sin sentido, caprichosa y estúpida como una niña consentida, siempre a la moda por delante de todas las demás muchachas: todo cuanto proyecta en la mujer, en la esposa, no es más que el reflejo tenebroso de aquello que concede a Florencia como aquel lugar que ama. Es por eso que si los hombres ofenden antes al que aman que al que temen, como de hecho él así afirmaría, entonces tanta ofensa hacia la mujer, sólo puede deberse porque aquello que retrata es el objeto de su amor más profundo y atribulado; su resplandeciente Florencia, luz de sus días, estrella de sus noches, se presenta aquí como infantil y estúpida, dejándose querer por todos y por nadie, preocupándose sólo por sí misma y dejándose amar como por capricho. La crueldad con la que ensarta palabras contra ella se debe a que, de hecho, sólo aquel que teme perder algo puede ser un auténtico y genuino cretino con ello.
De lo que nos habla en éste pequeño relato, más fábula que novela aun cuando en ocasiones se le denomine de este segundo modo —lo cual, en cualquier caso, no es desafortunado: su estructura y narración podría ser de una novela o, en su defecto, de una obra de teatro — , es de como el terror que infunde aquello que se ama lo hace por las locuras que se hacen por amor. Mientras uno está enamorado, mientras Belphegor está enamorado, es capaz de hacer los mayores de los sacrificios para así conseguir poder hacer que su amada esté satisfecha, aun cuando de hecho nunca lo conseguirá; cuando uno pierde su amor, cuando Belphegor debe huir de ser asesinado por una turba furiosa por causa de su mujer, es capaz de hacer los más absurdos sacrificios para así conseguir poder hacer que su antigua amada permanezca infinitamente lejos de sí mismo. Es en éste sentido que el relato puede interpelarnos a nosotros mismos (porque nos habla del amor, pero también de qué ocurre en el desamor y como este segundo es la única actitud estúpida: el enamorado actúa buscando la felicidad de su amada, el desenamorado huir de su idea de la amada) a la vez que nos habla de una realidad personal del propio Maquiavelo (aunque Florencia fue una amante cruel y detestable que nunca dejó de torturarle, él siempre se sacrificó de forma radical por intentar hacerla feliz).
Toda interpretación es siempre dependiente, incompleta, en búsqueda de su propia verdad presente. Es por ello que Belfegor Archidiablo, aun cuando tiene un sentido personal muy particular, tiene tantas posibles lecturas como personas haya — toda obra permite la proyección tanto la proyección del yo como de la propia existencia dentro del relato, lo cual permite cambiar el significado que tenga para cada persona en particular en tanto reflejo del mundo presente que atraviesa de forma radical a todos los seres. Por eso ningún archidiablo podrá conocer nunca el sentido último del mundo, pues por mucho que se encarne en hombre sólo llegará a conocer una entre las posibilidades infinitas del mundo.
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