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  • La belleza en la literatura. Sobre «El libro de la almohada» de Sei Shōnagon

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    En la fic­ción to­do es fi­gu­ra­ción. Hablar fi­gu­ra­da­men­te, ima­gi­nan­do la for­ma de las co­sas, nos per­mi­te pen­sar una idea de tal mo­do que se nos pre­sen­ta co­mo más real al abor­dar­la de for­ma in­di­rec­ta: su pa­pel no es por re­pre­sen­tar la reali­dad en sí mis­ma, sino mos­trár­nos­la con ma­yor ni­ti­dez a tra­vés de los ro­pa­jes de la ima­gi­na­ción. Sin em­bar­go, exis­te la creen­cia de que to­da obra es más ele­va­da se­gún más pró­xi­ma es­té de la vi­da co­ti­dia­na, de los he­chos con­tras­ta­dos. Lo cual no de­ja de ser pro­ble­má­ti­co. El ar­te tie­ne la obli­ga­ción de re­pre­sen­tar lo real —o en el peor de los ca­sos, la ne­ce­si­dad de ha­cer­lo: si el ar­tis­ta no pue­de des­vin­cu­lar­se de las cir­cuns­tan­cias de su tiem­po, su obra tam­po­co se­rá ca­paz de ha­cer­lo — , pe­ro eso pue­de con­se­guir­se tan­to des­de el acer­ca­mien­to di­rec­to del re­tra­to, de la no-ficción, o des­de el de­tour pro­pio de la ca­ri­ca­tu­ra, la ficción.

    En cual­quier ca­so, si lo lla­ma­mos «no-ficción» en vez de reali­dad es por­que se si­túa con res­pec­to de és­ta en el mis­mo lu­gar que la fic­ción: co­mo re­fle­jo de la mis­ma. Y por ex­ten­sión, am­bas for­mas de­pen­den de unas re­glas na­rra­ti­vas que las apro­xi­man en más pun­tos que las alejan.

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