1. Aunque la mayoría preferirían poder olvidarlo por pura conveniencia, hubo un tiempo en que el cielo era rosa; no un tiempo pasado, un tiempo donde se podía respirar la noche durante el día. Aunque todos consigan olvidarlo, nosotros no olvidamos; la humanidad puede lanzarse al unísono a las vías del progreso, nosotros aún abrazamos los últimos estertores del día para imbuirnos en el congestionado rosa que aún titila en el mundo. 2. Amamos la violencia, la destrucción, el movimiento de obliteración. No tenemos cuitas, salvo los ríos de sangre y las vísceras recorriendo las calles; no tenemos órganos, sino cuerpos: no somos zombies, porque no encontramos alimento en la aniquilación ajena. En la autonegación del yo, de la vida, del mundo. Destruimos sólo para volver a crear, herimos sólo para sanar. 3. No creemos en el tiempo. Sin pasado no existiría presente y todo presente es futuro; cada instante es perdido y recuperado por su esencia, un recuerdo por venir y una vivencia por experimentar. No estamos hechos de tiempo, sino de actos. 4. Alta y baja cultura son lo mismo para nosotros, porque despreciamos el concepto «cultura». Existen órganos y cuerpos, deseos y fines, pensamientos e interpretaciones, actos y actos: no existe pretensión de cultura, porque no existe cultura ni su calificación. Existe civilización, naturaleza continuada por otros medios. ¿Qué es la cultura entonces? Una sombra sobre tu mano derecha. 5. Sólo aceptamos como verdaderas cuatro religiones: lo extraño, lo incomprensible, lo extravagante y lo fascinante. Sólo existe un Dios, aceptar el desconcierto como medio para trascender nuestro limitado conocimiento del mundo; sólo existe un mesías, el arte como salvación que emana desde nuestro propio interior. Soñamos con un mundo ordenado, un caos desentrañable sólo al abrirnos las tripas para observar dentro, porque sabemos que la vida es dada a hacerse el kanshi —porque, como la vida, somos samuráis y teatrales: todo acto debe ser el negativo de sí mismo; nosotros, en tanto, nos hacemos el kagebara— para demostrarnos como nosotros, sus amos, estábamos equivocados. Se suicida para mostrarnos como revivirla. La felicidad es el único límite, incluso cuando nuestro deseo es siempre el estanco ulular de un enfermizo demente cantando al mar desde el asomar la mitad de su cuerpo en un décimo piso del centro de Madrid. 6. No existe distancia entre lo bello y lo feo, lo hermoso y lo grotesco; conocerás mejor a una persona rebuscando en su basura, leyendo lo que escribe, que interrogando sus actos, oyendo lo que dice. Lo grotesco exige la inenarrable belleza de aquello que es inaprensible, toda ella oculta tras la aparente desaparición del potlach existencial que el mundo se ha podido permitir — la belleza exige el ocultamiento de todo lo grotesco, anular la idea de que puede generar algo que vaya más allá de la armonía y la lógica detrás de todo acto considerado puro. Son uno y lo mismo. No existe sangre sin virtud. 7. Aceptamos todos los puntos anteriores, siempre provisionales, como fantasmas de nuestro pensamiento: todo fluye, no podemos ni queremos aceptar dogmas inamovibles como antes de nosotros hicieron otros. Ni siquiera que «todo fluye».
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