Nada hay más difuso que el pasado. Aun teniendo registros orales u escritos, ruinas y referencias, todo cuanto nos llega de cualquier otro tiempo siempre está filtrado en parte por la casualidad y en parte por lo que aquellos que lograron hacer oír su voz con mayor claridad, generalmente los poderosos, han querido transmitir sobre sus vidas. De ahí que cualquier visión del pasado esté mediada por cierto sesgo imposible de evitar. Y si bien no podemos conocer de forma objetiva el pasado —algo que no debería suponer ningún problema, ni metodológica ni ontológicamente, pues tampoco conocemos objetivamente nuestro presente — , sí podemos hacer una reconstrucción aproximada del mismo. Aunque rara vez el pasado en sí sea lo que nos interesa a la hora de echar la vista atrás.
Resulta sencillo entender porqué es tan difícil hacer una buena película de época. La posibilidad de caer en todos los lugares comunes inimaginables es más que probable y, de hacer una selección más sutil de elementos a representar, el extrañamiento que puede provocarnos dada la tremenda diferencia entre nuestras expectativas creadas por la imagen que teníamos de esa época y lo representado puede, sin ningún probable, dejarnos fuera de la película. ¿Cómo puede abordarse entonces una historia que no transcurra en nuestra época? Haciéndola venir al presente, desarrollando su forma a través de los rasgos que comparte en común con nuestra tiempo.