Ruido. El 2014 (en canciones) a través de cinco actos musicales

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I. Stupid in the Dark, de Xiu Xiu (en Angel Guts: Red Classroom)

Llevamos mu­cho tiem­po vi­vien­do en­tre ti­nie­blas. Entregados al ex­ce­so, des­can­san­do en me­dio de la no­che, nues­tros ac­tos no se co­rres­pon­den con la ló­gi­ca del pre­sen­te; el con­su­mo cul­tu­ral cae, an­te el pá­ni­co hui­mos ha­cia ade­lan­te y na­die pa­re­ce te­ner cla­ro que ha­cer, sal­vo afe­rrar­se o bien al pe­si­mis­mo o bien al «que cam­bie al­go, lo que sea, pe­ro que cam­bie». Jamie Stewart, el poe­ta del la­do os­cu­ro del co­ra­zón, ya lo di­jo cla­ro con el pri­mer sin­gle de Angel Guts: Red Classroom: «tú me en­se­ñas­te una lec­ción, la gen­te es es­tú­pi­da en la os­cu­ri­dad». No hay bai­la­ri­nes en la os­cu­ri­dad, só­lo es­tú­pi­dos. La gen­te no sa­be reac­cio­nar en mo­men­tos de ten­sión, de­ján­do­se lle­var por sus ins­tin­tos pri­ma­rios. Mata o sal co­rrien­do. Cualquier otra op­ción, cual­quier op­ción que se sos­ten­ga so­bre aque­llo que nos ha­ce hu­ma­nos, es abor­ta­da al ins­tan­te por el te­rror que nos pro­du­ce ha­bi­tar en me­dio de la no­che, en el rei­no de la po­si­bi­li­dad y la os­cu­ri­dad; de eso tra­ta la obra de Xiu Xiu, por eso es re­le­van­te: ha­bla de aque­llo que no nos gus­ta ver, to­das las es­tu­pi­de­ces que ne­ga­mos en no­so­tros mis­mos. Aquello que de­be­mos apre­ciar an­tes de ave­ri­guar có­mo arreglar.

II. s950tx16wasr10 (earth por­tal mix), de Aphex Twin (en Syro)

Ruido, in­com­pren­sión, bru­ta­li­dad: así se nos an­to­ja el mun­do. Navegamos por al­go que nos re­sul­ta fa­mi­liar, que ju­ra­ría­mos co­no­cer bien, pe­ro ata­ca­dos de for­ma cons­tan­te por nue­vas for­mas que abra­san nues­tros oí­dos; es Aphex Twin, es la vi­da, es aque­llo que no po­de­mos do­mar ni des­ci­frar por­que es­tá más allá de nues­tra com­pren­sión. Habita en me­dio de la no­che. Aquello que na­ce en la os­cu­ri­dad só­lo se en­tien­de des­de la os­cu­ri­dad, por eso ca­re­ce sen­ti­do ver­lo re­fle­ja­do a la luz de los acon­te­ci­mien­tos: po­de­mos des­ci­frar las con­se­cuen­cias de lo ocu­rri­do, pe­ro no có­mo o por qué ocu­rrió lo que tu­vo esas con­se­cuen­cias. Decir que Aphex Twin se ha aco­mo­da­do, que ha he­cho más de lo mis­mo, es un error de cálcu­lo la­men­ta­ble. Nada en Syro es co­mún o co­no­ci­do. En mi­tad de la os­cu­ri­dad Richard D. James man­tie­ne la com­pos­tu­ra, ace­cha, de­pre­da las for­mas in­vi­si­bles a la es­tu­pi­dez, y nos trae un tra­ba­jo que so­bre­pa­sa cual­quier no­ción nor­ma­ti­va del pre­sen­te. Suena fa­mi­liar, por­que es pro­duc­to del re­fi­na­do ar­te de Aphex Twin, pe­ro es tan ex­tra­ño al co­mún de los mor­ta­les co­mo po­der ver có­mo un ani­mal sal­va­je nos arran­ca la tra­quea en mi­tad de la no­che. Cosa que ocu­rre a ca­da instante.

III. The Whistleblowers, de Laibach (en Spectre)

Si los bu­cho­nes, o whistle­bo­wers, tie­nen el pe­cho hin­cha­do es por­que se sien­ten or­gu­llo­sos de su exis­ten­cia. O por­que han en­fer­ma­do de bo­cio. En cual­quier de los dos ca­sos, tie­nen en co­mún que al­go les ha­cía en­fer­mar y de­ci­die­ron des­ta­par la olla: los chi­va­tos se sien­ten or­gu­llo­sos de ser bu­cho­nes, pues can­tan las cla­ves de lo que pa­ra la ma­yo­ría es só­lo rui­do ha­cien­do pú­bli­co lo que se cuen­ta co­mo se­cre­to en el ám­bi­to de quie­nes os­ten­tan el po­der; los chi­va­tos pue­den en­fer­mar de bo­cio tam­bién, por­que su pe­cho se in­fla de te­ner que ocul­tar to­da la mier­da que ocu­rre en­tre las som­bras. Allá don­de la os­cu­ri­dad rei­na. Es ló­gi­co por tan­to que Laibach de­ci­die­ran abor­dar sus as­pec­tos más pró­xi­mos al pop, sin re­nun­ciar en el pro­ce­so al in­dus­trial; pa­ra se­guir con par­ti­cu­lar ím­pe­tu en su crí­ti­ca político-artística del pre­sen­te. Son bu­cho­nes con bo­cio, son whistle­bo­wers. O co­mo les gus­ta de­cir: «dor­mi­mos, so­ña­mos, sin tiem­po en­tre ellos». Donde los de­más se ate­rro­ri­zan, los whistle­bo­wers —nos cin­co que nos ocu­pan, no só­lo los es­lo­ve­nos— de­ci­den ac­tuar. Donde la ma­yo­ría son es­tú­pi­dos, ellos danzan.

IV. Bloodfest, de Brian Reitzell (en Hannibal Season 2 OST)

¿En qué aca­ba la es­tu­pi­dez de aque­llos que se nie­gan a in­ter­pre­tar su pre­sen­te? En un fes­ti­val de san­gre. Desahuciados, so­los, ham­brien­tos; con­de­nan a su mis­mo des­tino a los whistle­bo­wers, por­que nie­gan de for­ma cons­tan­te a quie­nes quie­ren gri­tar la ver­dad. La ver­dad les ofen­de. No exis­te aquí la bru­ta­li­dad del rui­do, la des­com­po­si­ción del sin­sen­ti­do, sino una per­fec­ta me­lo­día com­pues­ta co­mo re­fle­jo del fra­ca­so vi­tal que nos ha lle­va­do has­ta nues­tra si­tua­ción; po­de­mos acu­sar al caos o a los otros, cul­par a la ig­no­ran­cia o al des­pre­cio, pe­ro la reali­dad es que el fra­ca­so aho­ra se nos an­to­ja or­de­na­do, ló­gi­co, si­tua­do en un lu­gar muy es­pe­cí­fi­co del es­pa­cio y el tiem­po. Cuando es­cu­cha­mos de for­ma ade­cua­da, la ver­dad nos es re­ve­la­da. Pero co­mo sa­be Brian Reitzell, co­mo sa­be Hannibal Lecter, la ver­dad es un pro­ce­so de trans­for­ma­ción per­ma­nen­te: re­quie­re del com­pro­mi­so de la car­ne y de la san­gre, de la (auto)consciencia y de la muer­te, pa­ra al­can­zar ese es­ta­do áu­reo de co­no­ci­mien­to. Requiere el sa­cri­fi­cio de no­so­tros mis­mos pa­ra al­can­zar­lo, pa­ra re­na­cer in­fi­ni­ta­men­te be­llos de en­tre las ce­ni­zas de nues­tra existencia.

V. Angel, de Boris (en Noise)

Nuestro des­tino es el de los án­ge­les. Hemos per­di­do el pa­raí­so y só­lo nos que­da su re­cuer­do, tal vez pa­la­bras va­cías de to­do sig­ni­fi­ca­do; el es­pec­tácu­lo bri­lla mien­tras se des­va­ne­ce y el do­lor se in­fil­tra a tra­vés del eco re­ver­be­ran­do por to­da la di­men­sión fí­si­ca de la exis­ten­cia. A ve­ces ve­mos la mí­mi­ca de un án­gel. A ve­ces, si­len­cio. Lo que de­sa­rro­llan Boris en Angel es la de­ses­pe­ra­ción pu­ra, la de­pre­sión cons­cien­te de aquel que sa­be lo que ha per­di­do in­clu­so sin ha­ber­lo me­re­ci­do ni ha­ber he­cho na­da pa­ra per­der­lo, pe­ro tam­bién la cons­cien­cia de su si­tua­ción; no es cul­pa­ble, in­clu­so cuan­do las he­ri­das en su cuer­po son só­lo su­yas. «Perdido en la opor­tu­ni­dad de com­par­tir sen­ti­mien­tos. Nunca pa­ra ol­vi­dar los sen­ti­mien­tos. Nunca ol­vi­dar» —nos di­ce Atsuo en los úl­ti­mos com­pa­ses de la can­ción. No im­por­ta cuan­tas ve­ces nos des­tru­ya la vi­da, de­be­mos se­guir ade­lan­te: siem­pre nos que­da­rá nues­tro do­lor, lo que ha­ya­mos apren­di­do de él, có­mo ha­ya­mos re­na­ci­do des­de su mi­se­ria. Y, en úl­ti­mo tér­mino, po­dre­mos ser án­ge­les con alas de bu­cho­nes dan­zan­do en la os­cu­ri­dad por com­pren­der nues­tro pre­sen­te. Ya no ani­ma­les, que se asus­tan con la os­cu­ri­dad, sino hu­ma­nos, que cre­cen en sa­cri­fi­cio con ella.

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