Es duro pasarte toda la vida haciendo lo que debes. Ser simpático con los desconocidos, intentar no juntarte con malas compañías, no excederte nunca; estudiar algo útil, no hacer ninguna estupidez, encontrar la persona adecuada con la que formar una familia; tener un buen trabajo, una buena casa, unos buenos hijos. Es duro porque, además, sólo hace falta un pequeño desliz para que todo eso acabe desapareciendo. Para que toda una vida de «hacer las cosas bien» acabe con nosotros en la calle, sin amigos ni familia, por la decisión unánime de que eres «una persona incorrecta» por un momento de debilidad o un error inevitable. Por no ser, en un requiebro imposible, un ser absolutamente perfecto.
A pesar de todo, eso no nos impide intentarlo. Intentar ser perfectos. Y lo peor de todo es que, entre apariencias y sonrisas falsas, entre esas tres, cuatro o cinco decenas de fotos que nos hacemos hasta sacarnos la selfie perfecta para rascar un par de likes más o ese darle vueltas durante un par de horas a ese chiste tan ingenioso que puede que por fin nos retuitee una tuitstar y nos granjee un puñado de nuevos followers, se nos olvida algo mucho más importante. Se nos olvida tener una vida. Ser nosotros mismos.