Tal vez no lo sepan, pero amanecer inconsciente atado de pies y manos en una silla situada en medio de la lugubrez de un sótano mohoso no es una experiencia demasiado agradable: suele venir asociada con desagradables jaquecas que cuesta varias horas sacarse de encima. Recuerdo en particular una de aquellas ocasiones, cuando todavía era joven y tenía paciencia para ver hasta donde llegarían quienes decidían hacerme partícipe a mí, Herr Doktor, de sus infames jueguecitos. Estaba en aquellas cuando noté la madera podrida descomponiéndose, dejando caer sobre mi mejilla las gotas de agua acumuladas por el rocío, con apenas sí unos rayos de luz filtrándose por una ventana mal claveteada. Aquella impertinencia arquitectónica me había despertado de mi plácido sueño. Ni siquiera el hedor a podredumbre, irrespirable para el común de los mortales, logró hacerme sentir mejor. Estaba terriblemente nauseado. Tal vez nunca debí aceptar aquella invitación a beber un extraño licor local que me ofreció aquel tabernero de una posada en lo más profundo de mitteleuropa.
Cuando logré hacerme a la idea de dónde estaba, observé mi alrededor. Al fondo se podía vislumbrar una bañera a rebosar de órganos mientras, un poco hacia mi derecha, había varios cuerpos eviscerados colgando de ganchos como si fueran reses; no ayudó en nada que uno de ellos, todavía entero, intentará gritar con una voz rota con la que apenas sí podía articular palabras sueltas. Me dolía la cabeza demasiado para aguantar aquello. Entonces, decidí cuál sería el plan de acción: me disloqué las muñecas para poder desatarme de manos y, cuando logré sobreponerme al dolor, me desaté también de pies. Ya en libertad, observé la habitación con calma, comprobando que al fondo había una mesa que no podía ver desde mi asiento. Allí, entre penumbras, prácticamente escondida, había una reproducción de El grito de Edvard Munch a partir de los órganos que no habían sido desechados en la bañera.
Interesado por tener un anfitrión tan excepcional, aunque se decidiera por una representación tan vulgar, descolgué a nuestro amigo, la res viva, que rápidamente se apresuró a intentar salir del sótano. No me cabía en la cabeza razón alguna para tener tanta prisa. Le encomié a sentarse, cosa que tuvo que hacer a la fuerza ya que, de todos modos, tenía el tendón de aquiles cortado. Entonces le pregunté que si entendía lo que significa el mosaico, a lo que me contestó que no, para entonces preguntar si entendía que el mosaico era un vulgar intento de lograr una reproducción legítima a través del apropiacionismo, a lo que me contestó echándose a llorar. Supongo que es una reacción natural al entender lo grotesco de la situación.
Entonces pensé qué hubiera dicho Walter Benjamin de aquello, al menos si hubiera logrado abstraerse de la sangre y las vísceras y el hedor insoportable para cualquier persona corriente. ¿Vería un aura en aquel mosaico? Según dejó escrito, el arte ha cambiado de forma sustancial desde el pasado, donde la obra de arte tenía aura, hasta nuestro tiempo, donde las técnicas de reproducción mecánica han obliterado el alma a las obras de arte. El arte carece de aquí y ahora, ya no es un acontecimiento exclusivo en su unicidad. Puede ser reproducido, aunque perdiéndose por el camino todos los detalles que ha introducido el artista en el proceso: las pinceladas, las notas altas o bajas, la forma de escribir cada una de las letras. Allí sin embargo había algo irreproductible, el hecho de que cada órgano fuera único, que incluso si pretendiéramos repetirlo requeriría usar los órganos de otra persona, haciendo que esa reproducción tuviera su propia aura. «Mirar este mosaico es observar la aparición irrepetible de una lejanía, algo único e irreproductible que no puede darse igual en ningún otro contexto, forma o posibilidad» —dije al Aquiles mutilado que no paraba de llorar al lado mío.
«Teléfono. Use mi teléfono, por favor, está en mi bolsillo» —dijo entre susurros mi inesperado compañero. Qué equivocado estaba. Ninguna foto podría haber hecho justicia jamás al mosaico por aquello que tiene de único. Eso es la reproductibilidad técnica, la capacidad de, técnica mediante, reproducir una obra artística exactamente igual que la original un número infinito de veces. Aunque no exactamente igual. El aura del objeto hubiera quedado vetado de la copia, pues se transmitiría su materialidad sin su fondo espiritual asociado: la foto no podría transmitirnos ni el contexto ni los detalles más recónditos de la obra. Así se lo hice saber, pero no paraba de gemir entre sollozos. De acuerdo que fue un error grotesco, pero tampoco como para llorar de aquella forma.
Pobre Benjamin. Al menos no tuvo que ver cómo acabaríamos viviendo en un mundo donde la reproducción en masa de la obra de arte se popularizaría hasta el punto de ser la única forma posible de obra, haciendo que toda condición ritual del arte se perdiera casi para siempre. El valor de la obra de arte «auténtica» tiene una función ritual, de fundamentación de los sistemas teleológicos, religiosos o sociales de las comunidades que los asumen como propios; cuando se anula el aura de la obra de arte, cuando sólo queda estetización, entonces la reproducción técnica favorece la reproducción de masas. Todo el mundo piensa, viste y vive del mismo modo. O aspiran a hacerlo, al menos. Se ha perdida la diferencia, o, cuando menos, la posibilidad de la influencia.
Cuando dos días después comprobé que el periódico local sacó una edición especial con el ahorcamiento de un tabernero local en portada, me cabreé bastante. Anularon el aura de aquella preciosa obra de arte: el sauce llorón, el prado en llamas, el suave viento del este, el atardecer, la cabeza de cerdo quirúrgicamente implantada en donde deberían estar sus tripas, los gritos del Aquiles mutilado mientras dejábamos la escena para que sólo el cosmos pudiera recordar la efímera belleza del momento. Nada de eso estaba en aquella obscena portada.
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