Dishonored, de Arkane Studios
¿De qué hablo cuando hablo del mundo? De todo aquello que, siendo fruto de la condición humana, se une en una red de referencias que inundan toda nuestra percepción de lo que podríamos llamar nuestro hábitat; el mundo es todo aquello que parte de lo humano, pero que no es la totalidad de lo real: el mundo es la tierra de la naturaleza asumiendo las formas más propicias que el hombre ha sabido y deseado darle. No hay mundo sin humanos. Es por eso que cualquier consideración que nos haga pensar que es posible que exista mundo más allá de la existencia, del ser dedicándose a la minería de la existencia, es sólo la alucinación especulativa propia de aquel que disfruta fabulando con mundos que le son intrínsecamente inaccesibles — sólo si existe el hombre existe el mundo, por eso hasta que no nace el primer hombre no existe el mundo, pero sí realidad, universo, naturaleza: todo lo demás, todo lo no-humano. La naturaleza existirá independientemente de que haya alguien que lo observe, pero no así el mundo porque está constituido por el constante trabajo de los hombres sobre ésta
Si de hecho consideramos que toda representación del mundo debería articularse a partir de esta lógica, de su connotación específica de red de referencias eminentemente humana, Dishonored es una de las más brillantes representaciones del concepto «mundo» que ningún videojuego nos haya dado hasta el momento; incluso, del concepto «mundo abierto». ¿Por qué? Porque Dishonored consigue introducirnos en medio de un mundo vivo, con sus propias condiciones fácticas que explican su constitución presente, en el cual cada una de nuestras acciones determinan el devenir no sólo de la existencia del protagonista, Corvo Attano, sino también del mundo en sí mismo.