Dishonored, de Arkane Studios
¿De qué hablo cuando hablo del mundo? De todo aquello que, siendo fruto de la condición humana, se une en una red de referencias que inundan toda nuestra percepción de lo que podríamos llamar nuestro hábitat; el mundo es todo aquello que parte de lo humano, pero que no es la totalidad de lo real: el mundo es la tierra de la naturaleza asumiendo las formas más propicias que el hombre ha sabido y deseado darle. No hay mundo sin humanos. Es por eso que cualquier consideración que nos haga pensar que es posible que exista mundo más allá de la existencia, del ser dedicándose a la minería de la existencia, es sólo la alucinación especulativa propia de aquel que disfruta fabulando con mundos que le son intrínsecamente inaccesibles — sólo si existe el hombre existe el mundo, por eso hasta que no nace el primer hombre no existe el mundo, pero sí realidad, universo, naturaleza: todo lo demás, todo lo no-humano. La naturaleza existirá independientemente de que haya alguien que lo observe, pero no así el mundo porque está constituido por el constante trabajo de los hombres sobre ésta
Si de hecho consideramos que toda representación del mundo debería articularse a partir de esta lógica, de su connotación específica de red de referencias eminentemente humana, Dishonored es una de las más brillantes representaciones del concepto «mundo» que ningún videojuego nos haya dado hasta el momento; incluso, del concepto «mundo abierto». ¿Por qué? Porque Dishonored consigue introducirnos en medio de un mundo vivo, con sus propias condiciones fácticas que explican su constitución presente, en el cual cada una de nuestras acciones determinan el devenir no sólo de la existencia del protagonista, Corvo Attano, sino también del mundo en sí mismo.
En Dishnored nos vemos ya de entrada arrojados en un mundo in media res. Tanto nuestro personaje como el mundo ya llevan mucho tiempo existiendo, por lo cual nuestra situación en él siempre acontece a partir de la lógica de la sospecha: estamos situados en el mundo, pero no sabemos hacia donde nos dirigimos exactamente. Es por eso que Dishonored juega con las inercias connaturales al género, a cualquier videojuego en realidad, para arrastrarnos por un mundo que se nos presenta, de entrada, como un majestuoso y brillante hervidero de fascinación: las aguas procelosas, la charla sobre la situación socio-política de la región, la impresionante arquitectura decimonónica del lugar. Aunque nos resulta familiar el conjunto, lo suficiente para no sentirnos alienados ante el resultado, cada fenómeno particular nos resulta profundamente extraño. Es un mundo similar al nuestro, pero que no es nuestro mundo.
Partiendo de la idea de que no es nuestro mundo, no nos resultaría difícil entender que una de las mayores bazas que juega en su favor Dishonored es su capacidad para llevarnos más allá de las ideas pre-concebidas: la aparición de balleneros que despiezan las ballenas en pleno trayecto, el uso de la grasa de estos animales como combustible, las armas de electricidad o el trasfondo lovecraftniano se nos va presentando no sólo porque nos demos de bruces con él en la acción, sino que nos lo encontramos también en nuestro sumergirnos en el ambiente. Comenzando en un viaje en barca hacia el castillo, no nos costará comprender que la pesca de ballenas es un elemento constitutivo determinante para la población de Dunwall, porque de no ser así carecería de toda lógica que tuvieran balleneros donde pueden comenzar el trabajo de proceso incluso antes de llegar a tierra; cada evento del juego, por mínimo o decorativo que parezca, nos habla de forma profunda al respecto de la situación presente del mundo.
Perderse por sus calles, rebuscar entre sus libros y sus grabaciones sonoras o espiar las conversaciones de otros individuos se nos presenta no como un divertimento banal, sino como un modo a través del cual aprehender la lógica inherente del contexto en el cual nos movemos. Nosotros tenemos una pre-juicio sobre la constitución del mundo, pre-juicio que nace del conocimiento de nuestro propio mundo, pero sólo a través de la observación de los fenómenos podemos llegar a comprenderlo: es posible para nosotros llegar a ser parte inherente de ese otro mundo —lo cual se supone inherente a todo videojuego, pero no siempre se cumple — .
Aunque pueda parecer inane, si es que no directamente fantasioso, que un videojuego pueda constituir un mundo en el cual nosotros habitamos de forma real y consciente —lo cual sólo podría ser fantasioso o inane para alguien no familiarizado con los videojuegos, aun menos con la reflexión sobre la experiencia fenoménica — , eso es, precisamente, lo que consigue Dishonored. Como Corvo somos más eficientes, jugamos mejor, cuanto más integrados estamos con el contexto: cuando comprendemos el funcionamiento de las torretas eléctricas, de los poderes oscuros nuestros y de nuestros enemigos, de como el mundo cambia según nuestros actos, es cuando comenzamos a jugar de una forma adecuada. Si sabemos que las torretas eléctricas no son producto de la magia, sino que son artefactos de alta tecnología impulsados por combustible de aceite de ballena, la forma de abordar la situación se vuelve clarividente: si desconectamos el depósito de aceite de ballena de la corriente de energía de la torreta, esta quedará desactivada. Jugar bien implica conocer bien, estar bien integrado en, el mundo.
Por supuesto nadie nos dice que lo hagamos o que debamos hacerlo, ¿o es que cuando aprendemos que un mando no funcionará sin pilas necesitamos que nos expliciten que, de quitar las pilas, éste dejará de funcionar? No lo necesitamos porque es obvio que el concepto «pilas» y el concepto «mando» son indisolubles entre sí; del mismo modo, no necesitamos que nos expliciten que el concepto «aceite de ballena» y el concepto «torreta eléctrica» son indisolubles entre sí. Esa es la clase de lógica que nos hace pensar que con el poder de guiño podemos acceder a sitios elevados que de forma natural no podemos o que si paramos el tiempo, podemos devolverle gentilmente al enemigo la granada que acaban de lanzarnos con generosidad: si conocemos las reglas inherentes de uso de los objetos, sabremos los resultados de su interacción.
Aunque el extremo más obvio de la relación que establece Dishonored de nuestro «ser-ahi» con el mundo, es el hecho de que nuestras acciones determinante en sí mismas como evoluciona el mundo. Según asesinamos de forma implacable enemigos, el mundo se va sumiendo de forma más profunda en las garras de la peste —y, a su vez, damos a la princesa Emily Kaldwin la idea que la forma de lidiar con los otros es teniendo mucha mano derecha: el clavo que sobresale siempre recibe un martillazo — ; según perdonamos la vida a nuestros enemigos, el mundo se va librando de forma inexorable de las garras de la peste —y, a su vez, damos a la princesa Emily Kaldwin la idea que la forma de lidiar con los otros es teniendo mucha mano izquierda: se cazan mas moscas con miel que con vinagre — . Como juguemos, como nos integremos de forma natural con el mundo, determinará de forma radical la situación a la que arrojemos a éste en último término: la princesa aprenderá de nosotros, pero el caos que generen nuestras acciones también determinarán el devenir del mismo. Un mundo forjado sobre sangre y fuego, sólo conoce la destrucción; un mundo forjado sobre esfuerzo e inteligencia, conoce la posibilidad de la construcción.
Cada acción tiene una consecuencia, lo cual no significa que las consecuencias sean siempre aquellas que podamos determinar. Los efectos de nuestras acciones siempre están más allá de toda posible comprensión. Es por eso que lo más fascinante de Dishonored es su mundo, como todo está constituido a partir del profundo conocimiento de las lógicas inherentes de un mundo a través del cual podemos mediar como parte constitutiva de él; toda acción cuenta, porque incluso el hombre más pequeño es capaz de los efectos más grandes. Cuando Corvo Attano muera nadie lo recordará, quizás sólo unos pocos historiadores sepan siquiera que haya existido, pero su existencia estará finamente entrelazada con el devenir de un mundo que, en último término, él ha ayudado a forjar con tanta fuerza como todos aquellos que ha tenido que eliminar en su camino. Sólo así se puede entender lo inmenso de su propuesta, por qué es el más abierto de los mundos que jamás haya conocido hasta ahora los videojuegos: somos parte del mundo, lo cual significa que nuestras acciones cambiarán potencialmente el mundo, pero nunca sabremos en que dirección. He ahí el drama y la maravilla de la existencia humana.
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